Textos de Plató, els que van a selectivitat i els que sortiran a l'examen.
REPÚBLICA
de PLATÓ
- Llibre II: 368c - 376c
- Llibre IV: 427c - 445e
- Llibre VII: 514a - 520a,
532b - 535a
REPÚBLICA de Plató
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Llibre II 368c -
376c
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¡Oh,
divino linaje que sois de Aristón el excelso!
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‑Desde luego ‑dijo Adimanto‑. Pero
¿qué semejanza adviertes, Sócrates, entre ese ejemplo y la investigación acerca
de lo justo?
‑Yo lo lo diré ‑respondí‑. ¿No
afirmamos que existe una justicia propia del hombre particular, pero otra también,
según creo yo, propia de una ciudad entera?
‑Ciertamente ‑dijo.
‑¿Y no es la ciudad mayor que el
hombre?
‑Mayor ‑dijo.
‑Entonces es posible que haya más
justicia en el objeto mayor y que resulte más fácil llegarla a conocer en él.
De modo que, si os parece, examinemos ante todo la naturaleza de la justicia
en las ciudades y después pasaremos a estudiarla también en los distintos
individuos intentando descubrir en los rasgos del menor objeto la similitud
con el mayor.
‑Me parece bien dicho ‑afirmó él.
‑Entonces ‑seguí‑, si contempláramos
en espíritu cómo nace una ciudad, ¿podríamos observar también cómo se
desarrollan con ella la justicia a injusticia?
‑Tal vez ‑dijo.
‑¿Y no es de esperar que después de
esto nos sea más fácil ver claro en lo que investigamos?
‑Mucho más fácil.
‑¿Os parece, pues, que intentemos
continuar? Porque creo que no va a ser labor de poca monta. Pensadlo, pues.
‑Ya está pensado ‑dijo Adimanto‑. No
dejes, pues, de hacerlo.
XI. ‑Pues bien ‑comencé yo‑, la ciudad
nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se
basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas. ¿O crees otra la razón
por la cual se fundan las ciudades?
‑Ninguna otra ‑contestó.
‑Así, pues, cada uno va tomando
consigo a tal hombre para satisfacer esta necesidad y a tal otro para aquella;
de este modo, al necesitar todos de muchas cosas, vamos reuniendo en una sola
vivienda a multitud de personas en calidad de asociados y auxiliares y a esta
cohabitación le damos el nombre de ciudad. ¿No es ast?
‑Así.
‑Y cuando uno da a otro algo o lo toma
de él, ¿lo hace por considerar que ello redunda en su beneficio?
‑Desde luego.
‑¡Ea, pues! ‑continué‑. Edifiquemos
con palabras una ciudad desde sus cimientos. La construirán, por lo visto,
nuestras necesidades.
‑¿Cómo no?
‑Pues bien, la primera y mayor de
ellas es la provisión de alimentos para mantener existencia y vida.
‑Naturalmente.
‑La segunda, la habitación; y la
tercera, el vestido y cosas similares.
‑Así es.
‑Bueno ‑dije yo‑. tY cómo atenderá la
ciudad a la provisión de tantas cosas? ¿No habrá uno que sea labrador, otro
albañil y otro tejedor? ¿No será menester añadir a éstos un zapatero y algún
otro de los que atienden a las necesidades materiales?
‑Efectivamente.
‑Entonces una ciudad constará, como
mínimo indispensable, de cuatro o cinco hombres.
‑Tal parece.
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Y Adimanto contestó:
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‑Sí.
‑¿Pues qué? ¿Trabajaría mejor una sola
persona dedicada a muchos oficios o a uno solamente?
‑A uno solo ‑dljo.
‑Además es evidente, creo yo, que, si
se deja pasar el momento oportuno para realizar un trabajo, éste no sale bien.
‑Evidente.
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‑Eso hace falta.
‑Por consiguiente, cuando más, mejor y
más fácilmente se produce es cuando cada persona realiza un solo trabajo de
acuerdo con sus aptitudes, en el momento oportuno y sin ocuparse de nada más
que de él.
‑En efecto.
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‑Cierto.
‑Por consiguiente, irán entrando a
formar parte de nuestra pequeña ciudad y acrecentando su población los
carpinteros, herreros y otros muchos artesanos de parecida índole.
‑Efectivamente.
‑Sin embargo, no llegará todavía a ser
muy grande ni aunque les agreguemos boyeros, ovejeros y pastores de otra
especie con el fin de que los labradores tengan bueyes para arar, los
albañiles y campesinos puedan emplear bestias para los transportes y los
tejedores y zapateros dispongan de cueros y lana.
‑Pues ya no será una ciudad tan
pequeña ‑dijo‑ si ha de tener todo lo que dices.
‑Ahora bien ‑continué‑, establecer
esta ciudad en un lugar tal que no sean necesarias importaciones es algo casi
imposible.
‑Imposible, en efecto.
‑Necesitarán, pues, todavía más
personas que traigan desde otras ciudades cuanto sea preciso.
‑Las necesitarán.
‑Pero si el que hace este servicio va
con las manos vacías, sin llevar nada de lo que les falta a aquellos de quienes
se recibe lo que necesitan los ciudadanos, volverá también de vacío. ¿No es
así?
‑Así me lo parece.
‑Será preciso, por tanto, que las
producciones del país no sólo sean suficiente para ellos mismos, sino también
adecuadas, por su calidad y cantidad, a aquellos de quienes se necesita.
‑Sí.
‑Entonces nuestra ciudad requiere más
labradores y artesanos.
‑Más, ciertamente.
‑Y también, digo yo, más servidores
encargados de importar y exportar cada cosa. Ahora bien, éstos son los
comerciantes, ¿no?
‑Sí.
‑Necesitamos, pues, comerciantes.
‑En efecto.
‑Y en el caso de que el comercio se
realice por mar, serán precisos otros muchos expertos en asuntos marítimos.
‑Muchos, sí.
XII. ‑¿Y qué? En el interior de la
ciudad, ¿cómo cambiarán entre sí los géneros que cada cual produzca? Pues éste
ha sido precisamente el fin con el que hemos establecido una comunidad y un
Estado.
‑Está claro ‑contestó‑ que comprando y
vendiendo.
‑Luego esto nos traerá consigo un
mercado y una moneda como signo que facilite el cambio.
‑Naturalmente.
‑Y si el campesino que lleva al
mercado alguno de sus productos, o cualquier otro de los artesanos, no llega al
mismo tiempo que los que necesitan comerciar con él, ¿habrá de permanecer
inactivo en el mercado desatendiendo su labor?
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‑He aquí, pues ‑dije‑, la necesidad
que da origen a la aparición de mercaderes en nuestra ciudad. ¿O no llamamos
así a los que se dedican a la compra y venta establecidos en la plaza, y
traficantes a los que viajan de ciudad en ciudad?
‑Exactamente.
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‑Así
es.
‑Estos
asalariados son, pues, una especie de complemento de la ciudad, al menos en mi
opinión.
‑Tal
creo yo.
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‑Es
posible.
‑Pues
bien, tdónde podríamos hallar en ella la justicia y la injusticia? ¿De cuál de
los elementos considerados han tomado su origen?
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‑Puede ser ‑dije yo‑ que tengas razón.
Mas hay que examinar la cuestión y no dejarla.
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XIII. Entonces, Glaucón interrumpió,
diciendo:
‑Pero me parece que invitas a esas
gentes a un banquete sin companage alguno.
‑Es verdad ‑contesté‑. Se me olvidaba
que también tendrán companage: sal, desde luego; aceitunas, queso, y podrán
asimismo hervir cebollas y verduras, que son alimentos del campo. De postre
les serviremos higos, guisantes y habas, y tostarán al fuego murtones y
bellotas, que acompañarán con moderadas libaciones. De este modo, después de
haber pasado en paz y con salud su vida, morirán, como es natural, a edad muy
avanzada y dejarán en herencia a sus descendientes otra vida similar a la de
ellos.
Pero él repuso:
‑Y si estuvieras organizando, ¡oh,
Sócrates!, una ciudad de cerdos, ¿con qué otros alimentos los cebarías sino
con estos mismos?
‑¿Pues qué hace falta, Glaucón? ‑pregunté.
‑Lo que es costumbre ‑respondió‑. Es
necesario, me parece a mí, que, si no queremos que lleven una vida miserable,
coman recostados en lechos y puedan tomar de una mesa viandas y postres como
los que tienen los hombres de hoy día.
‑¡Ah! ‑exclamé‑. Ya me doy cuenta. No
tratamos sólo, por lo visto, de investigar el origen de una ciudad, sino el de
una ciudad de lujo. Pues bien, quizá no esté mal eso. Pues examinando una tal
ciudad puede ser que lleguemos a comprender bien de qué modo nacen justicia a
injusticia en las ciudades. Con todo, yo creo que la verdadera ciudad es la
que acabamos de describir: una ciudad sana, por así decirlo. Pero, si queréis,
contemplemos también otra ciudad atacada de una infección; nada hay que nos lo
impida. Pues bien, habrá evidentemente algunos que no se contentarán con esa
alimentación ygénero de vida; importarán lechos, mesas, mobiliario de toda especie,
manjares, perfumes, sahumerios, cortesanas, golosinas, y todo ello de muchas
clases distintas. Entonces ya no se contará entre las cosas necesarias
solamente lo que antes enumerábamos, la habitación, el vestido y el calzado,
sino que habrán de dedicarse a la pintura y el bordado, y será preciso
procurarse oro, marfil y todos los materiales semejantes. ¿No es así?
‑Sí ‑dijo.
‑Hay, pues, que volver a agrandar la
ciudad. Porque aquélla, que era la sana, ya no nos basta; será necesario que
aumente en extensión y adquiera nuevos habitantes, que ya no estarán allí para
desempeñar oficios indispensables; por ejemplo, cazadores de todas clases y
una plétora de imitadores, aplicados unos a la reproducción de colores y formas
y cultivadores otros de la música, esto es, poetas y sus auxiliares, tales como
rapsodos, actores, danzantes y empresarios. También habrá fabricantes de
artículos de toda índole, particularmente de aquellos que se relacionan con el
tocado femenino. Precisaremos también de más servidores. ¿O no crees que harán
falta preceptores, nodrizas, ayas, camareras, peluqueros, cocineros y
maestros de cocina? Y también necesitaremos porquerizos. Éstos no los teníamos
en la primera ciudad, porque en ella no hacían ninguna falta, pero en ésta también
serán necesarios. Y asimismo requeriremos grandes cantidades de animales de
todas clases, si es que la gente se los ha de comer. ¿No?
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‑Mucha Más.
XIV ‑Y también el país, que entonces
bastaba para sustentar a sus habitantes, resultará pequeño y no ya suficiente.
¿No lo crees así?
‑Así lo creo ‑dijo.
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‑Es muy forzoso, Sócrates ‑dije.
‑¿Tendremos, pues, que guerrear como
consecuencia de esto? ¿O qué otra cosa sucederá, Glaucón?
‑Lo que tú dices ‑respondió.
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‑Exactamente.
‑Además será preciso, querido amigo,
hacer la ciudad todavía mayor, pero
no un poco mayor, sino tal que pueda dar cabida a todo un ejército capaz de
salir a campaña para combatir contra los invasores en defensa de cuanto poseen
y de aquellos a que hace poco nos referíamos.
‑¿Pues qué? ‑arguyó él‑. ¿Ellos no
pueden hacerlo por sí?
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‑Tienes razón ‑dijo.
‑¿Y qué? ‑continué‑. ¿No lo parece un
oficio el del que ti combate en guerra?
‑Desde luego ‑dijo.
‑¿Merece acaso mayor atención el
oficio del zapatero que el del militar?
‑En modo alguno.
‑Pues bien, recuerda que no dejábamos
al zapatero que intentara ser al mismo tiempo labrador, tejedor o albañil;
tenía que ser únicamente zapatero para que nos realizara bien las labores
propias de su oficio; y a cada uno de los demás artesanos les asignábamos del
mismo modo una sola tarea, la que les dictasen sus aptitudes naturales y
aquella en que fuesen a trabajar bien durante toda su vida, absteniéndose de
toda otra ocupación y no dejando pasar la ocasión oportuna para ejecutar cada
obra. ¿Y acaso no resulta de la máxima importancia el que también las cosas de
la guerra se hagan como es debido? ¿O son tan fáciles que un labrador, un
zapatero u otro cualquier artesano puede ser soldado al mismo tiempo, mientras,
en cambio, a nadie le es posible conocer suficientemente el juego del chaquete
o de los dados si los practica de manera accesoria y sin dedicarse formalmente
a ellos desde niño? ¿Y bastará con empuñar un escudo o cualquier otra de las
armas a instrumentos de guerra para estar en disposición de pelear el mismo día
en las filas de los hoplitas o de otra unidad militar, cuando no hay ningún
utensilio que, por el mero hecho de tomarlo en la mano, convierta a nadie en
artesano o atleta ni sirva para nada a quien no haya adquirido los conocimientos
del oficio ni tenga atesorada suficiente experiencia?
‑Si así fuera ‑dijo‑ ¡no valdrían poco
los utensilios!
XV ‑Por consiguiente ‑seguí diciendo‑,
cuanto más importante sea la misión de los guardianes tanto más preciso será
que se desliguen absolutamente de toda otra ocupación y realicen su trabajo con
la máxima competencia y celo.
‑Así, al menos, opino yo ‑dijo.
‑¿Pero no hará falta también un modo
de ser adecuado a tal ocupación?
‑¿Cómo no?
-Entonces es misión nuestra, me parece
a mí, el designar, si somos capaces de ello, las personas y cualidades
adecuadas para la custodia de una ciudad.
‑Misión nuestra, en efecto.
‑¡Por Zeus! ‑exclamé entonces‑. ¡No es
pequeña la carga que nos hemos echado encima! Y, sin embargo, no podemos
volvernos atrás mientras nuestras fuerzas nos lo permitan.
‑No podemos, no -dijo.
‑¿Crees, pues ‑pregunté yo‑, que
difieren en algo por su naturaleza, en lo tocante a la custodia, un can de raza
y un muchacho de noble cuna?
‑¿A qué lo refieres?
‑A
que es necesario, creo yo, que uno y otro tengan vi veza para darse cuenta de
las cosas, velocidad para perse guir lo que hayan visto y también vigor, por si
han de lu char una vez que le hayan dado alcance.
‑De cierto ‑asintió‑, todo eso es
necesario.
‑Además han de ser valientes, si se
quiere que luche bien.
‑¿Cómo no?
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‑Lo he observado, sí.
‑Entonces está clam cuáles son las
cualidades corporales que deben concurrir en el guardián.
‑En efecto.
‑E igualmente por lo que al alma toca:
ha de tener, menos, fogosidad.
‑Sí, también.
‑Pero siendo tal su carácter, Glaucón ‑dije
yo ¿cómo no van a mostrarse feroces unos con otros y con resto de los
ciudadanos?
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‑Es verdad ‑dijo.
‑¿Qué hacer entonces? -pregunté‑.
¿Dónde vamos a encontrar un temperamento apacible y fogoso al mismo tiempo?
Porque, según creo, mansedumbre y fogosidad son cualidades opuestas.
‑Así parece.
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‑Temo que así sea ‑dijo.
Entonces yo quedé perplejo; pero,
después de reflexionar sobre lo que acabábamos de decir, continué:
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‑¿Qué quieres decir?
‑Que no nos hemos dado cuenta de que
en realidad existen caracteres que, contra lo que creíamos, reúnen en sí estos
contrarios.
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‑Es fácil hallarlos en muchas especies
de animales, pero sobre todo entre aquellos con los que comparábamos a los
guardianes. Supongo que has observado, como una de las características innatas
en los perros de raza, que no existen animales más mansos para con los de la
familia y aquellos a los que conocen, aunque con los de fuera ocurra lo
contrario.
‑Ya lo he observado, en efecto.
‑Luego la cosa es posible -dije yo‑.
No perseguimos pues, nada antinatural al querer encontrar un guardián así.
‑Parece que no.
XVI. ‑¿Pero no crees que el futuro
guardián necesita todavía otra cualidad más? ¿Que ha de ser, además de fogoso,
filósofo por naturaleza?
‑¿Cómo? ‑dijo‑. No entiendo.
‑He aquí otra cualidad ‑dije‑ que
puedes observar en los perros: cosa, por cierto, digna de admiración en un
bestia.
‑¿Qué es ello?
‑Que se enfurecen al ver a un
desconocido, aunque no hayan sufrido previamente mal alguno de su mano, y, en
cambio, hacen fiestas a aquellos a quienes conocen aunque jamás les hayan hecho
ningún bien. ¿No te ha extrañado nunca esto?
‑Nunca había reparado en ello hasta
ahora –dijo- Pero no hay duda de que así se comportan.
‑Pues bien, ahí se nos muestra un fino
rasgo de su natural verdaderamente filosófico.
‑¿Y cómo eso?
‑Porque ‑dije‑ para distinguir la
figura del amigo de la del enemigo no se basan en nada más sino en que la una
la conocen y la otra no. Pues bien, ¿no va a sentir deseo de aprender quien
define lo familiar y lo ajeno por su conocimiento o ignorancia de uno y otro?
‑No puede menos de ser así ‑respondió.
‑Ahora bien ‑continué‑, ¿no son lo
mismo el deseo de saber y la filosofía?
-Lo
mismo, en efecto -convino.
-¿Podemos,
pues, admitir confiadamente que para que el hombre se muestre apacible para con
sus familiares y conocidos es preciso que sea filósofo y ávido de saber por
naturaleza?
-Admitido
-respondió.
-Luego
tendrá que ser filósofo, fogoso, veloz y fuerte por naturaleza quien haya de
desempeñar a la perfección su cargo de guardián en nuestra ciudad.
-Sin
duda alguna -dijo.
-Tal
será, pues, su carácter. Pero ¿con qué método los criaremos y educaremos? ¿Y no
nos ayudará el examen de este punto a ver claro en el último objeto de todas
nuestras investigaciones, que es el cómo nacen en una ciudad la justicia y la
injusticia? No vayamos a omitir nada decisivo ni a extendernos en divagaciones.
Entonces
intervino el hermano de Glaucón:
-Desde
luego, por mi parte espero que el tema resultará útil para nuestros fines.
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-Así
hay que hacerlo.
XVII.
-Pues bien, ¿cuál va a ser nuestra educación? ¿No será difícil inventar otra
mejor que la que largos siglos nos han transmitido? La cual comprende, según
creo, la gimnástica para el cuerpo y la música para el alma.
-Así
es.
-¿Y no empezaremos a
educarlos por la música más bien que por la gimnástica?
-¿Cómo
no?
-¿Consideras
-pregunté- incluidas en la música las narraciones o no?
-Sí
por cierto.
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Llibre IV 427c –
445e
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-¿Qué nos queda, pues, que hacer en materia de legislación?
-preguntó.
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-¿Y
cuáles son ellos? -preguntó.
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VI.
-Da, pues, ya por fundada a la ciudad, ¡oh, hijo de Aristón! -dije-, y lo que a
continuación has de hacer es mirar bien en ella procurándote de donde sea la
luz necesaria; y llama en tu auxilio a tu hermano y también a Polemarco y a
los demás, por si podemos ver en qué sitio está la justicia y en cuál la
injusticia y en qué se diferencia la una de la otra y cuál de las dos debe
alcanzar el que ha de ser feliz, lo vean o no los dioses y los hombres.
-Nada
de eso -objetó Glaucón-, porque prometiste hacer tú mismo la investigación, alegando que no te era lícito dejar
de dar favor a la justicia en la medida de tus fuerzas y por todos los medios.
-Verdad
es lo que me recuerdas -repuse yo- y así se ha de hacer; pero es preciso que
vosotros me ayudéis en la empresa.
-Así
lo haremos -replicó.
-Pues
por el procedimiento que sigue -dije- espero hallar lo que buscamos: pienso
que nuestra ciudad, si está rectamente fundada, será completamente buena.
-Por
fuerza -replicó.
-Claro
es, pues, que será prudente, valerosa, moderada y justa.
-Claro.
-¿Por
tanto, sean cualesquiera las que de estas cualidades encontremos en ella, el
resto será lo que no hayamos encontrado?
-¿Qué
otra cosa cabe?
-Pongo
por caso: si en un asunto cualquiera de cuatro cosas buscamos una, nos daremos
por satisfechos una vez que la hayamos reconocido, pero, si ya antes habíamos
llegado a reconocer las otras tres, por este mismo hecho quedará patente la que nos falta; pues es manifiesto que no era
otra la que restaba.
-Dices bien -observó.
-¿Y así, respecto a las cualidades enumeradas, pues
que son también cuatro, se ha de hacer la investigación del mismo modo?
-Está claro.
-Y me parece que la primera que salta a la vista es
la prudencia; y algo extraño se muestra en relación con ella.
-¿Qué es ello? -preguntó.
-Prudente en verdad me parece la ciudad de que hemos
venido hablando; y esto por ser acertada en sus determinaciones. ¿No es así?
-Sí.
-Y esto mismo, el acierto, está claro que es un modo
de ciencia, pues por ésta es por la que se acierta y no por la ignorancia.
-Está claro.
-Pero en la ciudad hay un gran número y variedad de
ciencias.
-¿Cómo no?
-¿Y acaso se ha de llamar a la ciudad prudente y
acertada por el saber de los constructores?
-Por ese saber no se la llamará así -dijo-, sino
maestra en construcciones.
-Ni tampoco habrá que llamar prudente a la ciudad
por la ciencia de hacer muebles, si delibera sobre la manera de que éstos
resulten lo mejor posible.
-No por cierto.
-¿Y qué? ¿Acaso por el saber de los broncistas o por
algún otro semejante a éstos?
-Por ninguno de ésos -contestó.
-Ni tampoco la llamaremos prudente por la producción
de los frutos de la tierra, sino ciudad agrícola.
-Eso parece.
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-¿Y cuál es -dije- y en quiénes se halla?
-Es la ciencia de la preservación -dijo- y se halla
en aquellos jefes que ahora llamábamos perfectos guardianes. -¿Y cómo
llamaremos a la ciudad en virtud de esa ciencia?
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-Mucho mayor de broncistas -respondió.
-¿Y así también -dije- estos guardianes serán los
que se hallen en menor número de todos aquellos que por su ciencia reciben una
apelación determinada?
-En mucho menor número.
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-Verdad pura es lo que dices -observó.
-Hemos hallado, pues, y no sé cómo, esta primera de
las cuatro cualidades y la parte de la ciudad donde se encuentra.
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VII. -Pues si pasamos al valor y a la parte de la
ciudad en que reside y por la que toda ella ha de ser llamada valerosa, no me
parece que la cosa sea muy difícil de percibir.
-¿Y cómo?
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-Nadie podría darle esos nombres mirando a otra cosa
-replicó.
-En efecto -agregué-, los demás que viven en ella,
sean cobardes o valientes, no son dueños, creo yo, de hacer a aquélla de una
manera u otra.
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-No he entendido del todo lo que has dicho -contestó-,
repítelo de nuevo.
-Afirmo -dije- que el valor es una especie de conservación.
-¿Qué clase de conservación?
-La de la opinión formada por la educación bajo la
ley acerca de cuáles y cómo son las cosas que se han de temer. Y dije que era
conservación en toda circunstancia porque la lleva adelante, sin desecharla
jamás, el que se halla entre dolores y el que entre placeres y el que entre
deseos y el que entre espantos. Y quiero representarte, si lo permites, a qué
me parece que es ello semejante.
-Sí,
quiero.
-Sabes
-dije- que los tintoreros, cuando han de teñir lanas para que queden de color
de púrpura, eligen primero, de entre tantos colores como hay, una sola clase,
que es la de las blancas; después las preparan previamente, con prolijo
esmero, cuidando de que adquieran el mayor brillo posible, y así las tiñen. Y
lo que queda teñido por este procedimiento resulta indeleble en su tinte, y el
lavado, sea con detersorios o sin ellos, no puede quitarle su brillo; y
también sabes cómo resulta lo que no se tiñe así, bien porque se empleen lanas
de otros colores o porque no se preparen estas mismas previamente.
-Sí
-contestó-, queda desteñido y ridículo.
-Pues
piensa -repliqué yo- que otro tanto hacemos nosotros en la medida de nuestras
fuerzas cuando elegimos los soldados y los educamos en la música y en la
gimnástica: no creas que preparamos con ello otra cosa sino el que,
obedeciendo lo mejor posible a las leyes, reciban una especie de teñido, para
que, en virtud de su índole y crianza obtenida, se haga indeleble su opinión
acerca de las cosas que hay que temer y las que no; y que tal teñido no se lo
puedan llevar esas otras lejías tan fuertemente disolventes que son el placer,
mas terrible en ello que cualquier sosa o lejía, y el pesar, el miedo y la
concupiscencia, más poderosos que cualquier otro detersorio. Esta fuerza y
preservación en toda circunstancia de la opinión recta y legítima acerca de las
cosas que han de ser temidas y de las que no es lo que yo llamo valor y
considero como tal si tú no dices otra cosa.
-No
por cierto -dijo-; y, en efecto, me parece que a esta misma recta opinión
acerca de tales cosas que nace sin educación, o sea, a la animal y servil, ni
la consideras enteramente legítima ni le das el nombre de valor, sino otro
distinto.
-Verdad
pura es lo que dices -observé.
-Admito,
pues, que eso es el valor.
-Y
admite -agregué- que es cualidad propia de la ciudad y acertarás con ello. Y en otra
ocasión, si quieres, trataremos mejor acerca del asunto, porque ahora no es eso
lo que estábamos investigando, sino la justicia; y ya es bastante, según creo,
en cuanto a la búsqueda de aquello otro.
-Tienes
razón -dijo.
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-Exactamente.
-¿Y cómo podríamos hallarla justicia para no hablar
todavía acerca de la templanza?
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-Quiero en verdad -repliqué- y no llevaría razón en
negarme.
-Examínala, pues -dijo.
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-¿Cómo?
-La templanza -repuse- es un orden y dominio de
placeres y concupiscencia según el dicho de los que hablan, no sé en qué
sentido, de ser dueños de sí mismos, y también hay otras expresiones que se
muestran como rastros de aquella cualidad. ¿No es así?
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-Pero ¿eso de «ser dueño de sí mismos» no es ridículo?
Porque el que es dueño de sí mismo es también esclavo, y el que es esclavo,
dueño; ya que en todos estos dichos se habla de una misma persona.
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-Eso parece, en efecto -observó.
-Vuelve ahora la mirada -dije- a nuestra recién fundada
ciudad y encontrarás dentro de ella una de estas dos cosas; y dirás que con
razón se la proclama dueña de sí misma si es que se ha de llamar bien templado
y dueño de sí mismo a todo aquello cuya parte mejor se sobrepone a lo peor.
-La miro, en efecto -respondió-, y veo que dices verdad.
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-Bien de cierto.
-Y, en cambio, los afectos más sencillos y
moderados, los que son conducidos por la razón con sensatez y recto juicio, los
hallarás en unos pocos, los de mejor índole y educación.
-Verdades
-dijo.
-Y
así ¿no ves que estas cosas existen también en la ciudad y que
en ella los apetitos de los más y más ruines son
vencidos por los apetitos y la inteligencia de los menos y más aptos?
-Lo
veo -dijo.
IX.
-Si hay, pues, una ciudad a la que debamos llamar dueña de sus concupiscencias
y apetitos y dueña también ella de sí misma, esos títulos hay que darlos a la
nuestra.
-Enteramente
-dijo.
-¿Y
conforme a todo ello no habrá que llamarla asimismo temperante?
-En
alto grado -contestó.
-Y
si en alguna otra ciudad se hallare una sola opinión, lo mismo en los gobernantes
que en los gobernados, respecto a quiénes deben gobernar, sin duda se hallará
también en ésta. ¿No te parece?
-Sin
la menor duda -dijo.
-¿Y en cuál de las
dos clases de ciudadanos dirás que reside la templanza cuando ocurre eso? ¿En
los gobernantes o en los gobernados?
-En
unos y otros, creo -repuso.
-¿Ves,
pues -dije yo-, cuán acertadamente predecíamos hace un momento que la
templanza se parece a una cierta armonía musical?
-¿Y
por qué?
-Porque,
así como el valor y la prudencia, residiendo en una parte de la ciudad, la
hacen a toda ella el uno valerosa y la otra prudente, la templanza no obra
igual, sino que se extiende por la ciudad entera, logrando que canten lo mismo
y en perfecto unísono los mas débiles, los más fuertes y los de en medio, ya
los clasifiques por su inteligencia, ya por su fuerza, ya por su número o
riqueza o por cualquier otro semejante respecto; de suerte que podríamos con
razón afirmar que es templanza esta concordia, esta armonía entre lo que es
inferior y lo que es superior por naturaleza sobre cuál de esos dos elementos
debe gobernar ya en la ciudad, ya en cada individuo.
-Así
me parece en un todo -repuso.
-Bien
-dije yo-; tenemos vistas tres cosas de la ciudad según parece; pero ¿cuál será
la cualidad restante por la que aquélla alcanza su virtud? Es claro que la
justicia.
-Claro
es.
-Así,
pues, Glaucón, nosotros tenemos que rodear la mata, como unos cazadores, y
aplicar la atención, no sea que se nos escape la justicia y, desapareciendo de
nuestros ojos, no podamos verla más. Porque es manifiesto que está aquí; por
tanto, mira y esfuérzate en observar por si la ves antes que yo y puedes
enseñármela.
-¡Ojalá!
-dijo él-, pero mejor te serviré si te sigo y alcanzo a ver lo que tú me
muestres.
-Haz,
pues, conmigo la invocación y sígueme -dije.
-Así
haré -replicó-, pero atiende tú a darme guía.
|
|
-Vayamos,
pues -exclamó.
Entonces
yo, fijando la vista, dije: -¡Ay, ay, Glaucón! Parece que tenemos un rastro y
creo que no se nos va a escapar la presa.
-¡Noticia
feliz! -dijo él.
-En
verdad -dije- que lo que me ha pasado es algo estúpido.
-¿Y
qué es ello?
|
|
-¿Qué
quieres decir? -preguntó.
-Quiero
decir -repliqué- que en mi opinión hace tiempo que estábamos hablando y oyendo
hablar de nuestro asunto sin darnos cuenta de que en realidad de un modo u otro
hablábamos de él.
-Largo
es ese proemio -dijo- para quien está deseando escuchar.
|
|
-En
efecto, eso decíamos.
|
|
-Así
de cierto lo dejamos sentado.
-Esto, pues, amigo -dije-, parece que es en cierto
modo la justicia: el hacer cada uno lo suyo. ¿Sabes de dónde lo infiero?
-No lo sé; dímelo tú -replicó.
|
-Por fuerza -dijo.
-Y si hubiera necesidad -añadí- de decidir cuál de
estas cualidades constituirá principalmente con su presencia la bondad de
nuestra ciudad, sería difícil determinar si será la igualdad de opiniones de
los gobernantes y de los gobernados o el mantenimiento en los soldados de la
opinión legítima sobre lo que es realmente temible y lo que no o la
inteligencia y la vigilancia existente en los gobernantes o si, en fin, lo que
mayormente hace buena a la ciudad es que se asiente en el niño y en la mujer y
en el esclavo y en el hombre libre y en el artesano y en el gobernante y en
el gobernado eso otro de que cada uno haga lo suyo y no se dedique a más.
-Cuestión dificil -dijo-. ¿Cómo no?
-Por ello, según parece, en lo que toca a la
excelencia de la ciudad esa virtud de que cada uno haga en ella lo que le es
propio resulta émula de la prudencia, de la templanza y del valor.
-Desde luego -dijo.
-Así, pues, ¿tendrás a la justicia como émula de
aquéllas para la perfección de la ciudad?
-En un todo.
-Atiende ahora a esto otro y mira si opinas lo
mismo: ¿será a los gobernantes a quienes atribuyas en la ciudad el juzgar los
procesos?
-¿Cómo no?
-¿Y al juzgar han de tener otra mayor preocupación
que la de que nadie posea lo ajeno ni sea privado de lo propio?
-No, sino ésa.
-¿Pensando que es ello justo?
-Sí.
-Y así, la posesión y práctica de lo que a cada uno
es propio será reconocida como justicia.
-Eso es.
-Mira, por tanto, si opinas lo mismo que yo: el que
el carpintero haga el trabajo del zapatero o el zapatero el del carpintero o el
que tome uno los instrumentos y prerrogativas del otro o uno solo trate de
hacer lo de los dos trocando todo lo demás ¿te parece que podría dañar gravemente
a la ciudad?
-No
de cierto -dijo.
-Pero,
por el contrario, pienso que, cuando un artesano u otro que su índole destine
a negocios privados, engreído por su riqueza o por el número de los que le
siguen o por su fuerza o por otra cualquier cosa semejante, pretenda entrar en
la clase de los guerreros, o uno de los guerreros en la de los consejeros o
guardianes, sin tener mérito para ello, y así cambien entre sí sus
instrumentos y honores, o cuando uno solo trate de hacer a un tiempo los
oficios de todos, entonces creo, como digo, que tú también opinarás que semejante
trueque y entrometimiento ha de ser ruinoso para la ciudad.
|
|
-Plenamente.
-¿Y
al mayor crimen contra la propia ciudad no habrás de calificarlo de
injusticia?
-¿Qué
duda cabe?
|
|
-Así
me parece y no de otra manera -dijo él.
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|
|
|
-Ese
es buen camino -dijo- y así hay que hacerlo.
|
-Semejante -contestó.
|
-Lo será -replicó.
|
-Verdad es -dijo.
-Por lo tanto, amigo mío, juzgaremos que el individuo
que tenga en su propia alma estas mismas especies merecerá, con razón, los
mismos calificativos que la ciudad cuando tales especies tengan las mismas
condiciones que las de aquélla.
-Es ineludible -dijo.
-Y henos aquí -dije-, ¡oh, varón admirable!, que hemos
dado en un ligero problema acerca del alma, el de si tiene en sí misma esas
tres especies o no.
-No me parece del todo fácil -replicó-; acaso, Sócrates,
sea verdad aquello que suele decirse, de que lo bello es dificil.
-Tal se nos muestra -dije-. Y has de saber, Glaucón,
que, a mi parecer, con métodos tales como los que ahora venimos empleando en
nuestra discusión no vamos a alcanzar nunca lo que nos proponemos, pues el
camino que a ello lleva es otro más largo y complicado; aunque éste quizá no
desmerezca de nuestras pláticas e investigaciones anteriores.
-¿Hemos, pues, de conformarnos? -dijo-. A mí me
basta, a lo menos por ahora.
-Pues bien -dije-, para mí será también suficiente
en un todo.
-Entonces -dijo- sigue tu investigación sin desmayo.
-¿No nos será absolutamente necesario -proseguí- el reconocer que en cada uno
de nosotros se dan las mismas especies y modos de ser que en la ciudad? A ésta,
en efecto, no llegan de ninguna otra parte sino de nosotros mismos. Ridículo
sería pensar que, en las ciudades a las que se acusa de índole arrebatada, como
las de Tracia y de Escitia y casi todas las de la región norteña, este
arrebato no les viene de los individuos; e igualmente el amor al saber que
puede atribuirse principalmente a nuestra región y no menos la avaricia que
suele achacarse a los fenicios o a los habitantes de Egipto.
-Bien
seguro -dijo.
-Así
es, pues, ello -dije yo- y no es dificil reconocerlo.
-No
de cierto.
XII.
-Lo que ya es más difícil es saber si lo hacemos todo por medio de una sola
especie o si, siendo éstas tres, hacemos cada cosa por una de ellas.
¿Entendemos con un cierto elemento, nos encolerizamos con otro distinto de los
existentes en nosotros y apetecemos con un tercero los placeres de la comida y
de la generación y otros parejos o bien obramos con el alma entera en cada una
de estas cosas cuando nos ponemos a ello? Esto es lo difícil de determinar de
manera conveniente.
-Eso
me parece a mí también -dijo.
-He
aquí, pues, cómo hemos de decidir si esos elementos son los mismos o son
diferentes.
-¿Cómo?
-Es
claro que un mismo ser no admitirá el hacer o sufrir cosas contrarias al mismo
tiempo, en la misma parte de sí mismo y con relación al mismo objeto; de modo
que, si hallamos que en dichos elementos ocurre eso, vendremos a saber que no
son uno solo, sino varios.
-Conforme.
-Atiende,
pues, a lo que voy diciendo. -Habla -dijo.
-¿Es
acaso posible -dije- que una misma cosa se esté quieta y se mueva al mismo
tiempo en una misma parte de sí misma?
-De
ningún modo.
|
|
-Eso
es.
|
|
-Y
eso es lo exacto -dijo.
|
|
-A
mí por lo menos no -aseveró.
|
-Así
hay que hacerlo -aseguró.
|
-Sí
-dijo-; entre las contrarias las pongo.
|
-Así
lo creo.
-¿Y
qué? ¿El no desear ni querer ni apetecer no lo pondrás, con el rechazar y el
despedir de sí mismo, entre los contrarios de aquellos otros términos?
-¿Cómo
no?
-Siendo
todo ello así, ¿no admitiremos que hay una clase especial de apetitos y que los
que más a la vista están son los que llamamos sed y hambre?
-Lo
admitiremos -dijo.
-¿Y no es la una apetito de bebida y la otra de comida?
-Sí.
-¿Y
acaso la sed, en cuanto es sed, podrá ser en el alma apetito de algo más que de
eso que queda dicho, como, por ejemplo, la sed será sed de una bebida caliente
o fría o de mucha o poca bebida o, en una palabra, de una determinada clase de
bebida? ¿O más bien, cuando a la sed se agregue un cierto calor, traerá éste
consigo que el apetito sea de bebida fría y, cuando se añada un cierto frío,
hará que sea de bebida caliente? ¿Y asimismo, cuando por su intensidad sea grande
la sed, resultará sed de mucha bebida, y cuando pequeña, de poca? ¿Y la sed en
sí no será en manera alguna apetito de otra cosa sino de lo que le es natural,
de la bebida en sí, como el hambre lo es de la comida?
-Así
es -dijo-; cada apetito no es apetito más que de aquello que le conviene por
naturaleza; y cuando le apetece de tal o cual calidad, ello depende de algo
accidental que se le agrega.
-Que
no haya, pues -añadí yo-, quien nos coja de sorpresa y nos perturbe diciendo
que nadie apetece bebida, sino buena bebida, ni comida, sino buena comida. Porque
todos, en efecto, apetecemos lo bueno; por tanto, si la sed es apetito, será
apetito de algo bueno, sea bebida u otra cosa, e igualmente los demás apetitos.
-Pues
acaso -dijo- piense decir cosa de peso el que tal habla.
-Comoquiera
que sea -concluí-, todas aquellas cosas que por su índole tienen un objeto, en
cuanto son de tal o cual modo se refieren, en mi opinión, a tal o cual clase de
objeto; pero ellas por sí mismas, sólo a su objeto propio.
-No
he entendido -dijo.
-¿No
has entendido -pregunté- que lo que es mayor lo es porque es mayor que otra
cosa?
-Bien
seguro.
-¿Y
esa otra cosa será algo más pequeño?
-Sí.
|
-Sí.
-¿Y
lo que en un tiempo fue mayor, que lo que fue más pequeño; y lo que en lo
futuro ha de ser mayor, que lo que ha de ser más pequeño?
|
-¿Y
no sucede lo mismo con lo más respecto de lo menos y con lo doble respecto de
la mitad y con todas las cosas de este tenor y también con lo más pesado
respecto de lo más ligero e igualmente con lo caliente respecto de lo frío y
con todas las cosas semejantes a éstas?
-Enteramente.
|
|
-¿Cómo
no?
-¿Y
no fue así por ser una ciencia especial distinta de todas las otras?
-Sí.
|
-Así
es.
|
|
|
|
-Sí
-dijo-; de bebida.
-Y
así, según sea la sed de una u otra bebida será también ella de una u otra
clase; pero la sed en sí no es de mucha ni poca ni buena ni mala bebida ni, en
una palabra, de una bebida especial, sino que por su naturaleza lo es sólo de
la bebida en sí.
-Conforme
en todo.
-El
alma del sediento, pues, en cuanto tiene sed no desea otra cosa que beber y a
ello tiende y hacia ello se
lanza.
-Evidente.
-Por
lo tanto, si algo alguna vez la retiene en su sed tendrá que haber en ella
alguna cosa distinta de aquella que siente la sed y la impulsa como a una
bestia a que beba, porque, como decíamos, una misma cosa no puede hacer lo que
es contrario en la misma parte de sí misma, en relación con el mismo objeto y
al mismo tiempo.
-No
de cierto.
-Como,
por ejemplo, respecto del arquero no sería bien, creo yo, decir que sus manos
rechazan y atraen el arco al mismo tiempo, sino que una lo rechaza yla otra lo
atrae.
-Verdad
todo -dijo.
-¿Y
hemos de reconocer que algunos que tienen sed no quieren beber?
-De
cierto -dijo-; muchos y en muchas ocasiones. -¿Y qué -pregunté yo- podría
decirse acerca de esto? ¿Que no hay en sus almas algo que les impulsa a beber y
algo que los retiene, esto último diferente y más poderoso que aquello?
-Así
me parece -dijo.
-¿Y
esto que los retiene de tales cosas no nace, cuando nace, del razonamiento, y
aquellos otros impulsos que les mueven y arrastran no les vienen, por el
contrario, de sus padecimientos y enfermedades?
-Tal
se muestra.
-No
sin razón, pues -dije-, juzgaremos que son dos cosas diferentes la una de la
otra, llamando, a aquello con que razona, lo racional del alma, y a aquello con
que desea y siente hambre y sed y queda perturbada por los demás apetitos, lo
irracional y concupiscible, bien avenido con ciertos hartazgos y placeres.
-No;
es natural -dijo- que los consideremos así.
-Dejemos,
pues, definidas estas dos especies que se dan en el alma -seguí yo-. Y la
cólera y aquello con que nos encolerizamos, ¿será una tercera especie o tendrá
la misma naturaleza que alguna de esas dos?
-Quizá
-dijo- la misma que la una de ellas, la concupiscible.
-Pues
yo -repliqué- oí una vez una historia a la que me atengo como prueba, y es
ésta: Leoncio, hijo de Aglayón, subía del Pireo por la parte exterior del muro
del norte cuando advirtió unos cadáveres que estaban echados por tierra al lado
del verdugo. Comenzó entonces a sentir deseos de verlos, pero al mismo tiempo
le repugnaba y se retraía; y así estuvo luchando y cubriéndose el rostro hasta
que, vencido de su apetencia, abrió enteramente los ojos y, corriendo hacia los
muertos, dijo: «¡Ahí los tenéis, malditos, saciaos del hermoso espectáculo!»
-Yo
también lo había oído -dijo.
-Pues
esa historia -observé- muestra que la cólera combate a veces con los apetitos
como cosa distinta de ellos.
|
|
|
|
-¿Y
qué ocurre -pregunté- cuando alguno cree obrar injustamente? ¿No sucede que,
cuanto más generosa sea su índole, menos puede irritarse aunque sufra hambre o
frío u otra cualquier cosa de este género por obra de quien en su concepto le
aplica la justicia y que, como digo, su cólera se resiste a levantarse contra
éste?
-Verdad
es -dijo.
|
|
-Exacta es esa
comparación que has puesto -dijo-; y, en efecto, en nuestra ciudad pusimos a
los auxiliares como perros a disposición de los gobernantes, que son los
pastores de aquélla.
|
-¿Cuál
es él?
|
-Enteramente
cierto -dijo.
|
|
-Por fuerza -dijo- tiene que ser ése el tercero.
-Sí -aseveré-, con tal de que se nos revele distinto
del racional como ya se nos reveló distinto del concupiscible.
-Pues no es difícil percibirlo -dijo-. Cualquiera
puede ver en los niños pequeños que, desde el punto en que nacen, están llenos
de cólera; y, en cuanto a la razón, algunos me parece que no la alcanzan nunca
y los más de ellos bastante tiempo después.
-Bien dices, por Zeus -observé-.
También en las bestias puede verse que ocurre como tú dices; y a más de todo
servirá de testimonio aquello de Homero que dejamos mencionado más arriba:
Pero a su alma increpó golpeándose el pecho y le dijo...
En este pasaje, Homero representó manifiestamente
como cosas distintas a lo uno increpando a lo otro: aquello que discurre sobre
el bien y el mal contra lo que sin discurrir se encoleriza.
-Enteramente cierto es lo que dices -afirmó.
XVI. -Así, pues -dije yo-, hemos llegado a puerto,
aunque con trabajo, y reconocido en debida forma que en el alma de cada uno
hay las mismas clases que en la ciudad y en el mismo número.
-Así es.
-¿Será, pues, forzoso que el individuo sea prudente
de la misma manera y por la misma razón que lo es la ciudad?
-¿Cómo no?
-¿Y que del mismo modo y por el mismo
motivo que es valeroso el individuo, lo sea la ciudad también, y que otro tanto
ocurra en todo lo demás que en uno y otra hace referencia a la virtud?
-Por fuerza.
-Y así, Glaucón, pienso que reconoceremos también
que el individuo será justo de la misma manera en que lo era la ciudad.
-Forzoso es también ello.
-Por otra parte, no nos hemos olvidado de que ésta
era justa porque cada una de sus tres clases hacía en ella aquello que le era
propio.
-No creo que lo hayamos olvidado -dijo.
-Así, pues, hemos de tener presente que cada uno de
nosotros sólo será justo y hará él también lo propio suyo en cuanto cada una de
las cosas que en él hay haga lo que le es propio.
-Bien de cierto -dijo-, hay que tenerlo presente.
-¿Y no es a lo racional a quien compete el gobierno,
por razón de su prudencia y de la previsión que ejerce sobre el alma toda, así
como a lo irascible el ser su súbdito y aliado?
-Enteramente.
-¿Y no será, como decíamos, la combinación de la
música y la gimnástica la que pondrá a los dos en acuerdo, dando tensión a lo
uno y nutriéndolo con buenas palabras y enseñanzas y haciendo con sus consejos
que el otro remita y aplacándolo con la armonía y el ritmo?
-Bien seguro -dijo.
|
|
-No hay duda -dijo.
-¿Y no serán también estos dos -dije yo- los que mejor
velen por el alma toda y por el cuerpo contra los enemigos de fuera, el uno
tomando determinaciones, el otro luchando en seguimiento del que manda y
ejecutando con su valor lo determinado por él?
|
|
-Exactamente -dijo.
-Y le llamaremos prudente por aquella su pequeña
porción que mandaba en él y daba aquellos preceptos, ya que ella misma tiene
entonces en sí la ciencia de lo conveniente para cada cual y para la comunidad
entera con sus tres partes.
-Sin duda ninguna.
|
|
-Eso y no otra cosa es la templanza -dijo-, lo mismo
en la ciudad que en el particular.
|
-Forzosamente.
-¿Y qué? -dije-. ¿No habrá miedo de que se nos oscurezca
en ello la justicia y nos parezca distinta de aquella que se nos reveló en la
ciudad?
-No lo creo -replicó.
|
|
-¿Cuáles son?
|
-Nadie -contestó.
-¿Y así, estará nuestro hombre bien lejos de cometer
sacrilegios, robos o traiciones privadas o públicas contra los amigos o contra
las ciudades?
-Bien lejos.
-Y no será infiel en modo alguno ni a sus juramentos
ni a sus otros acuerdos.
-¿Cómo habría de serlo?
-Y los adulterios, el abandono de los padres y el menosprecio
de los dioses serán propios de otro cualquiera, pero no de él.
-De otro cualquiera, en efecto -contestó.
-¿Y la causa de todo eso no es que cada una de las
cosas que hay en él hace lo suyo propio tanto en lo que toca a gobernar como
en lo que toca a obedecer?
-Esa y no otra es la causa.
-¿Tratarás, pues, de averiguar todavía si la
justicia es cosa distinta de esta virtud que produce tales hombres y tales
ciudades?
-No, por Zeus -dijo.
XVII. -Cumplido está, pues, enteramente nuestro ensueño:
aquel presentimiento que referíamos de que, una vez que empezáramos a fundar
nuestra ciudad, podríamos, con la ayuda de algún dios, encontrar un cierto
principio e imagen de la justicia.
-Bien de cierto.
-Teníamos, efectivamente, Glaucón, una cierta semblanza
de la justicia, que, por ello, nos ha sido de provecho: aquello de que quien
por naturaleza es zapatero debe hacer zapatos y no otra cosa, y el que
constructor, construcciones, y así los demás.
-Tal parece.
-Y en realidad la justicia parece ser algo así, pero
no en lo que se refiere a la acción exterior del hombre, sino a la interior
sobre sí mismo y las cosas que en él hay; cuando éste no deja que ninguna de
ellas haga lo que es propio de las demás ni se interfiera en las actividades de
los otros linajes que en el alma existen, sino, disponiendo rectamente sus
asuntos domésticos, se rige y ordena y se hace amigo de sí mismo y pone de
acuerdo sus tres elementos exactamente como los tres términos de una armonía,
el de la cuerda grave, el de la alta, el de la media y cualquiera otro que pueda haber entremedio; y después de enlazar
todo esto y conseguir de esta variedad su propia unidad, entonces es cuando,
bien templado y acordado, se pone a actuar así dispuesto ya en la adquisición
de riquezas, ya en el cuidado de su cuerpo, ya en la política, ya en lo que
toca a sus contratos privados, y en todo esto juzga y denomina justa y buena a
la acción que conserve y corrobore ese estado y prudencia al conocimiento que
la presida y acción injusta, en cambio, a la que destruya esa disposición de
cosas e ignorancia a la opinión que la rija.
-Verdad pura es, Sócrates, lo que dices -observó.
-Bien -repliqué-; creo que no se diría que mentíamos
si afirmáramos que habíamos descubierto al hombre justo y a la ciudad justa y
la justicia que en ellos hay.
-No, de cierto, por Zeus -dijo.
-¿Lo afirmaremos, pues?
-Lo afirmaremos.
|
-Claro está.
|
|
-Así, pues -dije yo-, el hacer cosas injustas, el
violar la justicia e igualmente el obrar conforme a ella ¿son cosas todas que
ahora distinguimos ya con claridad si es que hemos distinguido la injusticia y
la justicia?
-¿Cómo es ello?
-Porque en realidad -dije- en nada difieren de las
cosas sanas ni de las enfermizas, ellas en el alma como éstas en el cuerpo.
-¿De qué modo? -preguntó.
-Las cosas sanas producen salud, creo yo; las
enfermizas, enfermedad.
|
-¿Y el hacer cosas justas no produce justicia y el
obrar injustamente injusticia?
-Por fuerza.
|
-Así es.
-¿Y el producir justicia -dije- no es disponer los
elementos del alma para que dominen o sean dominados entre sí conforme a
naturaleza; y el producir injusticia, el hacer que se manden u obedezcan unos a
otros contra naturaleza?
-Exactamente -replicó.
|
-Así es.
-¿Y
no es cierto que las buenas prácticas llevan a la consecución de la virtud y
las vergonzosas a la del vicio?
-Por
fuerza.
|
|
-Pues
a mí, ¡oh, Sócrates! -dijo-, me parece ridícula esa investigación si resulta
que, creyendo, como creemos, que no se puede vivir una vez trastornada y
destruida la naturaleza del cuerpo, aunque se tengan todos los alimentos y
bebidas y toda clase de riquezas y poder, se va a poder vivir cuando se
trastorna y pervierte la naturaleza de aquello por lo que vivimos, haciendo el
hombre cuanto le venga en gana excepto lo que le puede llevar a escapar del
vicio y a conseguir la justicia y la virtud. Esto suponiendo que una y otra se
revelen tales como nosotros hemos referido.
-Ridículo
de cierto -dije-, pero, de todos modos, puesto que hemos llegado a punto en que
podemos ver con la máxima claridad que esto es así, no hemos de renunciar a
ello por cansancio.
|
-Atiende
aquí, pues -dije-, para que veas cuántas son las especies que, a mi parecer, tiene
el vicio: por lo menos las más dignas de consideración.
-Te
sigo atentamente -repuso él-. Ve diciendo.
-Pues
bien -dije-, ya que hemos subido a estas alturas de la discusión, se me muestra
como desde una atalaya que hay una sola especie de virtud e innumerables de vicio;
bien que de estas últimas son cuatro las más dignas de mencionarse.
-¿Cómo
lo entiendes? -preguntó.
-Cuantos
son los modos de gobierno con forma propia -dije-, tantos parece que son los
modos del alma.
-¿Cuántos?
-Cinco
-contesté-, los de gobierno; cinco, los del alma.
-Dime
cuáles son -dijo.
-Afirmo
-dije- que una manera de gobierno es aquella de que nosotros hemos discurrido,
la cual puede recibir dos denominaciones; cuando un hombre solo se distingue
entre los gobernantes, se llamará reino, y cuando son muchos, aristocracia.
|
-A
esto lo declaro como una sola especie -observé-; porque, ya sean muchos, ya uno
solo, nadie tocará a las leyes importantes de la ciudad si se atiene a la
crianza y educación que hemos referido.
-No
es creíble -contestó.
Llibre VII 514b – 520a
VII
|
-Ya
lo veo -dijo.
|
|
|
-Qué
extraña escena describes -dijo- y qué extraños pioneros!
|
|
-¿Y
de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?
-¿Qué
otra cosa van a ver?
-Y,
si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar
refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos?
Forzosamente.
-¿Y
si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que hablara alguno de
los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar?
|
|
-Entonces
no hay duda -dije yo- de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa
más que las sombras de los objetos fabricados.
-Es enteramente forzoso -dijo.
|
-Mucho más -dijo.
|
II. -Y, sise le obligara a fijar su vista en la luz
misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se escaparía volviéndose hacia
aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría que éstos son
realmente más claros que los que le muestran?
-Así es -dijo.
-Y, si se lo llevaran de allí a la fuerza -dije-,
obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no le dejaran antes de
haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a
mal el ser arrastrado y, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos
de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora
llamamos verdaderas?
-No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento.
-Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar
a ver las cosas de arriba. Lo que vería más fácilmente serían, ante todo, las
sombras, luego, las imágenes de hombres y de otros objetos reflejados en las
aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el
contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en
la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es
propio.
-¿Cómo no?
-Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus
imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar ajeno a él, sino el propio
sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que él estaría en
condiciones de mirar y contemplar.
-Necesariamente -dijo.
-Y, después de esto, colegiría ya con respecto al
sol que es él quien produce las estaciones y los años y gobierna
todo lo de la región visible y es, en cierto modo, el autor de todas aquellas
cosas que ellos veían.
-Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a
pensar en eso otro.
-¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación
y de la ciencia de allí y de sus antiguos compañeros de cárcel, ¿no crees que
se consideraría feliz por haber cambiado y que les compadecería a ellos?
Efectivamente.
|
|
|
|
-Ahora
fíjate en esto -dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo
asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas como a quien deja
súbitamente la luz del sol?
-Ciertamente
-dijo.
|
|
|
-Claro
que sí-dijo.
|
|
|
-También
yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo.
-Pues
bien -dije-, dame también la razón en esto otro: no te extrañes de que los que
han llegado a ese punto no quieran ocuparse en asuntos humanos; antes bien,
sus almas tienden siempre a permanecer en las alturas, y es natural, creo yo,
que así ocurra, al menos si también esto concuerda con la imagen de que se ha
hablado.
-Es
natural, desde luego -dijo.
-¿Y
qué? ¿Crees -dije yo- que haya que extrañarse de que, al pasar un hombre de las
contemplaciones divinas a las miserias humanas, se muestre torpe y sumamente
ridículo cuando, viendo todavía mal y no hallándose aún suficientemente acostumbrado a las tinieblas que le rodean, se ve
obligado a discutir, en los tribunales o en otro lugar cualquiera, acerca de
las sombras de lo justo o de las imágenes de que son ellas reflejo y a
contender acerca del modo en que interpretan estas cosas los que jamás han
visto la justicia en sí?
-No es nada extraño -dijo.
-Antes bien -dije-, toda persona razonable debe recordar
que son dos las maneras y dos las causas por las cuales se ofuscan los ojos: al
pasar de la luz a la tiniebla y al pasar de la tiniebla a la luz. Y, una vez
haya pensado que también le ocurre lo mismo al alma, no se reirá insensatamente
cuando vea a alguna que, por estar ofuscada, no es capaz de discernir los
objetos, sino que averiguará si es que, viniendo de una vida más luminosa, está
cegada por falta de costumbre o si, al pasar de una mayor ignorancia a una
mayor luz, se ha deslumbrado por el exceso de ésta; y así considerará dichosa a
la primera alma, que de tal manera se conduce y vive, y compadecerá a la otra,
o bien, si quiere reírse de ella, esa su risa será menos ridícula que si se
burlara del alma que desciende de la luz.
-Es muy razonable -asintió- lo que dices.
IV -Es necesario, por tanto -dije-, que, si esto es
verdad, nosotros consideremos lo siguiente acerca de ello: que la educación no
es tal como proclaman algunos que es.
En efecto, dicen, según creo, que ellos proporcionan ciencia al alma que no la
tiene del mismo modo que si infundieran vista a unos ojos ciegos.
-En efecto, así lo dicen -convino.
-Ahora bien, la discusión de ahora -dije- muestra
que esta facultad, existente en el alma de cada uno, y el órgano con que cada
cual aprende deben volverse, apartándose de lo que nace, con el alma
entera -del mismo modo que el ojo no es capaz de volverse hacia la luz, dejando
la tiniebla, sino en compañía del cuerpo entero- hasta que se hallen en
condiciones de afrontar la contemplación del ser e incluso de la parte más brillante
del ser, que es aquello a lo que llamamos bien. ¿No es eso?
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-Por consiguiente -dije- puede haber un arte de descubrir
cuál será la manera más fácil y eficaz para que este órgano se vuelva; pero no
de infundirle visión, sino de procurar que se corrija lo que, teniéndola ya, no
está vuelto adonde debe ni mira adonde es menester.
-Tal parece -dijo.
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-Es natural -dijo.
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-Es cierto -dijo.
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-¿Y qué es ello?
-Que se queden allí -dije- y no accedan a bajar de
nuevo junto a aquellos prisioneros ni a participar en sus trabajos ni tampoco
en sus honores, sea mucho o poco lo que éstos valgan.
-Pero entonces -dijo-, ¿les perjudicaremos y haremos
que vivan peor siéndoles posible el vivir mejor?
V -Te has vuelto a olvidar, querido amigo -dije-, de
que a la ley no le interesa nada que haya en la ciudad una clase que goce de
particular felicidad, sino que se esfuerza por que ello le suceda a la ciudad
entera y por eso introduce armonía entre los ciudadanos por medio de la
persuasión o de la fuerza, hace que unos hagan a otros partícipes de los
beneficios con que cada cual pueda ser útil a la comunidad y ella misma forma
en la ciudad hombres de esa clase, pero no para dejarles que cada uno se vuelva
hacia donde quiera, sino para usar ella misma de ellos con miras a la
unificación del Estado.
-Es verdad -dijo-. Me olvidé de ello.
-Pues ahora -dije- observa, ¡oh, Glaucón!, que tampoco
vamos a perjudicar a los filósofos que haya entre nosotros, sino a obligarles,
con palabras razonables, a que se cuiden de los demás y les protejan. Les
diremos que
es natural que las gentes tales que haya en las demás ciudades no participen de
los trabajos de ellas, porque se forman solos, contra la voluntad de sus
respectivos gobiernos, y, cuando alguien se forma solo y no debe a nadie su
crianza, es justo que tampoco se preocupe de reintegrar a nadie el importe de
ella. Pero a vosotros os hemos engendrado nosotros, para vosotros mismos y para
el resto de la ciudad, en calidad de jefes y reyes, como los de las colmenas,
mejor y más completamente educados que aquéllos y más capaces, por tanto, de
participar de ambos aspectos. Tenéis, pues, que ir bajando uno tras
otro a la vivienda de los demás y acostumbraros a ver en la oscuridad. Una vez
acostumbrados, veréis infinitamente mejor que los de allí y conoceréis lo que
es cada imagen
y de
qué lo es, porque habréis visto ya la verdad con respecto a lo bello y a lo
justo y a lo bueno. Y así la ciudad nuestra y vuestra vivirá a la luz del día
y no entre sueños,
como viven ahora la mayor parte de ellas por obra de quienes luchan unos con
otros por vanas sombras o se disputan el mando como si éste fuera algún gran
bien. Mas la verdad es, creo yo, lo siguiente: la ciudad en que estén menos
ansiosos por ser gobernantes quienes hayan de serlo, ésa ha de ser forzosamente
la que viva mejor y con menos disensiones que ninguna; y la que tenga otra
clase de gobernantes, de modo distinto.
-Efectivamente
-dijo.
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Llibre VII 532b –
535a
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-¿Y
qué? ¿No es este viaje lo que llamas dialéctica?
-¿Cómo
no?
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-Pero
no serás ya capaz de seguirme,
querido
Glaucón -dije-, aunque no por falta de buena voluntad por mi parte; y entonces
contemplarlas, no ya la imagen de lo que decimos, sino la verdad en sí o al
menos lo que yo entiendo por tal. Será así o no lo será, que sobre eso no vale
la pena de discutir; pero lo que sí se puede mantener es que hay algo
semejante que es necesario ver. ¿No es eso?
-¿Cómo
no?
¿No
es verdad que la facultad dialéctica es la única que puede mostrarlo a quien
sea conocedor de lo que ha poco enumerábamos y no es posible llegar a ello por
ningún otro medio?
-También
esto merece ser mantenido -dijo.
-He
aquí una cosa al menos -dije yo- que nadie podrá firmar contra lo que decimos,
y es que exista otro método que intente, en todo caso y con respecto a cada
cosa en sí, aprehender de manera sistemática lo que es cada una de ellas. Pues
casi todas las demás artes versan o sobre las opiniones y deseos de los hombres
o sobre los nacimientos y fabricaciones, o bien están dedicadas por entero al
cuidado de las cosas nacidas y fabricadas. Y las restantes, de las que
decíamos que aprehendían algo de lo que existe, es decir, la geometría y las
que le siguen, ya vemos que no hacen más que soñar con lo que existe, pero que
serán incapaces de contemplarlo en vigilia mientras, valiéndose de hipótesis,
dejen éstas intactas por no poder dar cuenta de ellas. En efecto, cuando el
principio es lo que uno sabe y la conclusión y parte intermedia están
entretejidas con lo que uno no conoce, ¿qué posibilidad existe de que una semejante
concatenación llegue jamás a ser conocimiento?
-Ninguna
-dijo.
XIV -Entonces -dije yo- el método dialéctico es el
único que, echando abajo las hipótesis, se encamina hacia el principio mismo
para pisar allí terreno firme; y al ojo del alma, que está verdaderamente sumido
en un bárbaro lodazal lo atrae con suavidad v lo eleva alas alturas, utilizando como
auxiliares en esta labor de atracción a las artes hace poco enumeradas, que,
aunque por rutina las hemos llamado muchas veces conocimientos, necesitan otro
nombre que se pueda aplicar a algo más claro que la opinión, pero más oscuro
que el conocimiento. En algún momento anterior empleamos la palabra
«pensamiento»; pero no me parece a mí que deban discutir por los nombres
quienes tienen ante sí una investigación sobre cosas tan importantes como
ahora nosotros.
-No, en efecto -dijo.
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-Bastará.
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-Por mi parte -dijo- estoy también de acuerdo con
estas otras cosas en el grado en que puedo seguirte.
-¿Y llamas dialéctico al que adquiere noción de la
esencia de cada cosa? Y el que no la tenga, ¿no dirás que
tiene tanto menos conocimiento de algo cuanto más incapaz sea de darse cuenta
de ello a sí mismo o darla a los demás?
-¿Cómo no voy a decirlo? -replicó.
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-Entonces, si algún día hubieras de educar en realidad
a esos tus hijos imaginarios a quienes ahora educas e instruyes, no les
permitirás, creo yo, que sean gobernantes de la ciudad ni dueños de lo más
grande que haya en ella mientras estén privados de razón como líneas irracionales.
-No, en efecto -dijo.
-¿Les prescribirás, pues, que se apliquen particularmente
a aquella enseñanza que les haga capaces de preguntar y responder con la
máxima competencia posible?
-Se lo prescribiré -dijo-, pero de acuerdo contigo.
-¿Y no crees -dije yo- que tenemos la dialéctica en
lo más alto, como una especie de remate de las demás enseñanzas, y que no hay
ninguna otra disciplina que pueda ser justamente colocada por encima de ella, y
que ha terminado ya lo referente a las enseñanzas?
-Sí que lo creo -dijo.
XV -Pues bien -dije yo-, ahora te falta designara
quiénes hemos de dar estas enseñanzas y de qué manera.
-Evidente -dijo.
-¿Te acuerdas de la primera elección de gobernantes
y de cuáles eran los que elegimos?
-¿Cómo no? -dijo.
-Entonces -dije- considera que son aquéllas las naturalezas
que deben ser elegidas también en otros aspectos. En efecto, hay que preferir a
los más firmes y a los más valientes, y, en cuanto sea posible, a los más
hermosos. Además hay que buscarlos tales que no sólo sean generosos y viriles
en sus caracteres, sino que tengan también las.prendas naturales adecuadas a
esta educación.
¿Y cuáles dispones que sean?
-Es necesario, ¡oh, bendito amigo! -dije-, que haya
en ellos vivacidad para los estudios y que no les sea dificil aprender. Porque
las almas flaquean mucho más en los estudios arduos que en los ejercicios
gimnásticos, pues les afecta más una fatiga que les es propia y que no comparten
con el cuerpo.
Cierto -dijo.
-Y hay que buscar personas memoriosas, infatigables y amantes de toda clase de trabajos. Y si no, ¿cómo crees que iba
nadie a consentir en realizar, además de los trabajos corporales, un semejante
aprendizaje y ejercicio?
-Nadie lo haría -dijo- ano ser que gozase de todo género
de buenas dotes.
-En efecto, el error que ahora se comete -dije yo- y el descrédito le
han sobrevenido a la filosofía, como antes decíamos, porque los que se le acercan no son dignos de ella, pues no se le
deberían acercar los bastardos, sino los bien nacidos.
-¿Cómo? -dijo.
-En primer lugar -dije yo-, quien se vaya a acercar
a ella no debe ser cojo en cuanto a su amor al trabajo, es decir, amante del
trabajo en la mitad de las cosas y no amante en la otra mitad. Esto sucede cuando uno ama la gimnasia y la caza y
gusta de realizar toda clase de trabajos corporales sin ser, en cambio, amigo
de aprender ni de escuchar ni de investigar, sino odiador de todos los trabajos
de esta especie. Y es cojo también aquel cuyo amor del trabajo se comporta de
modo enteramente opuesto.
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