Textos de Plató, els que van a selectivitat i els que sortiran a l'examen.
REPÚBLICA
de PLATÓ
- Llibre II: 368c - 376c
- Llibre IV: 427c - 445e
- Llibre VII: 514a - 520a,
532b - 535a
REPÚBLICA de Plató
Llibre II 368c -
376c
X.
Y yo, que siempre había admirado, desde luego, las dotes naturales de Glaucón y
Adimanto, en aquella ocasión sentí sumo deleite al escuchar sun palabras y exclamé:
‑No
carecía de razón, ¡oh, herederos de ese hombre!, el amante de Glaucón, cuando,
con ocasión de la gloria que alcanzasteis en la batalla de Mégara, os dedicó la
elegía que comenzaba:
¡Oh,
divino linaje que sois de Aristón el excelso!
Esto,
amigos míos, me parece muy bien dicho. Pues verdaderamente debéis de tener algo
divino en vosotros si, no estando persuadidos de que la injusticia sea preferible
a la justicia, sois empero capaces de defender de tal modo esa tesis. Yo estoy
seguro de que en realidad no opináis así, aunque tengo que deducirlo de vuestro
modo de ser en general, pues vuestras palabras me harían desconfiar de
vosotros y cuanto más creo en vosotros, tanto más grande es mi perplejidad ante
lo que debo responder. En efecto, no puedo acudir en defensa de la justicia,
pues me considero incapaz de tal cosa, y la prueba es que no me habéis admitido
lo que dije a Trasímaco creyendo demostrar con ello la superioridad de la
justicia sobre la injusticia; pero, por otra parte, no puedo renunciar a
defenderla, porque temo que sea incluso una impiedad el callarse cuando en
presencia de uno se ataca a la justicia y no defenderla mientras queden alientos
y voz para hacerlo. Vale más, pues, ayudarle de la mejor manera que pueda.
Entonces
Glaucón y los otros me rogaron que en modo alguno dejara de defenderla ni me
desentendiera de la cuestión, sino al contrario, que continuase investigando
en qué consistían una y otra y cuál era la verdad acerca de sus respectivas
ventajas. Yo les respondí lo que a mí me parecía:
‑La
investigación que emprendemos no es de poca monta; antes bien, requiere, a mi
entender, una persona de visión penetrante. Pero como nosotros carecemos de
ella, me parece ‑dije‑ que lo mejor es seguir en esta indagación el método de
aquel que, no gozando de muy buena vista, recibe orden de leer desde lejos
unas letras pequeñas y se da cuenta entonces de que en algún otro lugar están
reproducidas las mismas letras en tamaño mayor y sobre fondo mayor también.
Este hombre consideraría una feliz circunstancia, creo yo, la que le permitía
leer primero estas últimas y comprobar luego si las más pequeñas eran
realmente las mismas.
‑Desde luego ‑dijo Adimanto‑. Pero
¿qué semejanza adviertes, Sócrates, entre ese ejemplo y la investigación acerca
de lo justo?
‑Yo lo lo diré ‑respondí‑. ¿No
afirmamos que existe una justicia propia del hombre particular, pero otra también,
según creo yo, propia de una ciudad entera?
‑Ciertamente ‑dijo.
‑¿Y no es la ciudad mayor que el
hombre?
‑Mayor ‑dijo.
‑Entonces es posible que haya más
justicia en el objeto mayor y que resulte más fácil llegarla a conocer en él.
De modo que, si os parece, examinemos ante todo la naturaleza de la justicia
en las ciudades y después pasaremos a estudiarla también en los distintos
individuos intentando descubrir en los rasgos del menor objeto la similitud
con el mayor.
‑Me parece bien dicho ‑afirmó él.
‑Entonces ‑seguí‑, si contempláramos
en espíritu cómo nace una ciudad, ¿podríamos observar también cómo se
desarrollan con ella la justicia a injusticia?
‑Tal vez ‑dijo.
‑¿Y no es de esperar que después de
esto nos sea más fácil ver claro en lo que investigamos?
‑Mucho más fácil.
‑¿Os parece, pues, que intentemos
continuar? Porque creo que no va a ser labor de poca monta. Pensadlo, pues.
‑Ya está pensado ‑dijo Adimanto‑. No
dejes, pues, de hacerlo.
XI. ‑Pues bien ‑comencé yo‑, la ciudad
nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se
basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas. ¿O crees otra la razón
por la cual se fundan las ciudades?
‑Ninguna otra ‑contestó.
‑Así, pues, cada uno va tomando
consigo a tal hombre para satisfacer esta necesidad y a tal otro para aquella;
de este modo, al necesitar todos de muchas cosas, vamos reuniendo en una sola
vivienda a multitud de personas en calidad de asociados y auxiliares y a esta
cohabitación le damos el nombre de ciudad. ¿No es ast?
‑Así.
‑Y cuando uno da a otro algo o lo toma
de él, ¿lo hace por considerar que ello redunda en su beneficio?
‑Desde luego.
‑¡Ea, pues! ‑continué‑. Edifiquemos
con palabras una ciudad desde sus cimientos. La construirán, por lo visto,
nuestras necesidades.
‑¿Cómo no?
‑Pues bien, la primera y mayor de
ellas es la provisión de alimentos para mantener existencia y vida.
‑Naturalmente.
‑La segunda, la habitación; y la
tercera, el vestido y cosas similares.
‑Así es.
‑Bueno ‑dije yo‑. tY cómo atenderá la
ciudad a la provisión de tantas cosas? ¿No habrá uno que sea labrador, otro
albañil y otro tejedor? ¿No será menester añadir a éstos un zapatero y algún
otro de los que atienden a las necesidades materiales?
‑Efectivamente.
‑Entonces una ciudad constará, como
mínimo indispensable, de cuatro o cinco hombres.
‑Tal parece.
‑¿Y
qué? ¿Es preciso que cada uno de ellos dedique su actividad a la comunidad
entera, por ejemplo, que el Labrador, siendo uno solo, suministre víveres a
otros cuatro y destine un tiempo y trabajo cuatro veces mayor a la elaboración
de Los alimentos de que ha de hacer participes a los demás? ¿O bien que se
desentienda de los otros y dedique la cuarta parte del tiempo a disponer para
él sólo la cuarta parte del alimento común y pase Las tres cuartas partes restantes
ocupándose respectivamente de su casa, sus vestidos y su calzado sin molestarse
en compartirlos con Los demás, sino cuidándose él solo y por sí solo de sus
cosas?
Y Adimanto contestó:
‑Tal
vez, Sócrates, resultará más fácil el primer procedimiento que el segundo.
‑No
me extraña, por Zeus ‑dije yo‑. Porque al hablar tú me doy cuenta de que, por
de pronto, no hay dos personas exactamente iguales por naturaleza, sino que en todas hay diferencias innatas que hacen
apta a cada una para una ocupación. ¿No lo crees así?
‑Sí.
‑¿Pues qué? ¿Trabajaría mejor una sola
persona dedicada a muchos oficios o a uno solamente?
‑A uno solo ‑dljo.
‑Además es evidente, creo yo, que, si
se deja pasar el momento oportuno para realizar un trabajo, éste no sale bien.
‑Evidente.
‑En
efecto, la obra no suele, según creo, esperar el momento en que esté
desocupado el artesano; antes bien, hace falta que éste atienda a su trabajo
sin considerarlo como algo accesorio.
‑Eso hace falta.
‑Por consiguiente, cuando más, mejor y
más fácilmente se produce es cuando cada persona realiza un solo trabajo de
acuerdo con sus aptitudes, en el momento oportuno y sin ocuparse de nada más
que de él.
‑En efecto.
‑Entonces,
Adimanto, serán necesarios más de cuatro ciudadanos para la provisión de Los
artículos de que hablábamos. Porque es de suponer que el labriego no se fabricará
por sí mismo el arado, si quiere que éste sea bueno, ni el bidente ni los
demás aperos que requiere la labranza. Ni tampoco el albañil, que también
necesita muchas herramientas. Y lo mismo sucederá con el tejedor y el
zapatero, ¿no?
‑Cierto.
‑Por consiguiente, irán entrando a
formar parte de nuestra pequeña ciudad y acrecentando su población los
carpinteros, herreros y otros muchos artesanos de parecida índole.
‑Efectivamente.
‑Sin embargo, no llegará todavía a ser
muy grande ni aunque les agreguemos boyeros, ovejeros y pastores de otra
especie con el fin de que los labradores tengan bueyes para arar, los
albañiles y campesinos puedan emplear bestias para los transportes y los
tejedores y zapateros dispongan de cueros y lana.
‑Pues ya no será una ciudad tan
pequeña ‑dijo‑ si ha de tener todo lo que dices.
‑Ahora bien ‑continué‑, establecer
esta ciudad en un lugar tal que no sean necesarias importaciones es algo casi
imposible.
‑Imposible, en efecto.
‑Necesitarán, pues, todavía más
personas que traigan desde otras ciudades cuanto sea preciso.
‑Las necesitarán.
‑Pero si el que hace este servicio va
con las manos vacías, sin llevar nada de lo que les falta a aquellos de quienes
se recibe lo que necesitan los ciudadanos, volverá también de vacío. ¿No es
así?
‑Así me lo parece.
‑Será preciso, por tanto, que las
producciones del país no sólo sean suficiente para ellos mismos, sino también
adecuadas, por su calidad y cantidad, a aquellos de quienes se necesita.
‑Sí.
‑Entonces nuestra ciudad requiere más
labradores y artesanos.
‑Más, ciertamente.
‑Y también, digo yo, más servidores
encargados de importar y exportar cada cosa. Ahora bien, éstos son los
comerciantes, ¿no?
‑Sí.
‑Necesitamos, pues, comerciantes.
‑En efecto.
‑Y en el caso de que el comercio se
realice por mar, serán precisos otros muchos expertos en asuntos marítimos.
‑Muchos, sí.
XII. ‑¿Y qué? En el interior de la
ciudad, ¿cómo cambiarán entre sí los géneros que cada cual produzca? Pues éste
ha sido precisamente el fin con el que hemos establecido una comunidad y un
Estado.
‑Está claro ‑contestó‑ que comprando y
vendiendo.
‑Luego esto nos traerá consigo un
mercado y una moneda como signo que facilite el cambio.
‑Naturalmente.
‑Y si el campesino que lleva al
mercado alguno de sus productos, o cualquier otro de los artesanos, no llega al
mismo tiempo que los que necesitan comerciar con él, ¿habrá de permanecer
inactivo en el mercado desatendiendo su labor?
‑En
modo alguno ‑respondió‑, pues hay quienes, dándose cuenta de esto, se dedican
a prestar ese servicio. En las ciudades bien organizadas suelen ser por lo
regular las personas de constitución menos vigorosa a imposibilitadas, por
tanto, para desempeñar cualquier otro oficio. Éstos a tienen que permanecer
allí en la plaza y entregar dinero por mercancías a quienes desean vender algo
y mercancías, en cambio, por dinero a cuantos quieren comprar.
‑He aquí, pues ‑dije‑, la necesidad
que da origen a la aparición de mercaderes en nuestra ciudad. ¿O no llamamos
así a los que se dedican a la compra y venta establecidos en la plaza, y
traficantes a los que viajan de ciudad en ciudad?
‑Exactamente.
‑Pues bien, falta todavía, en mi
opinión, otra especie de auxiliares cuya cooperación no resulta ciertamente muy
estimable en lo que toca a la inteligencia, pero que gozan de suficiente fuerza
física para realizar trabajos penosos. Venden, pues, el empleo de su fuerza y,
como llaman salario al precio que se les paga, reciben, según creo, el nombre
de asalariados. ¿No es así?
‑Así
es.
‑Estos
asalariados son, pues, una especie de complemento de la ciudad, al menos en mi
opinión.
‑Tal
creo yo.
‑Bien, Adimanto; ¿tenemos ya una
ciudad lo suficientemente grande para ser perfecta?
‑Es
posible.
‑Pues
bien, tdónde podríamos hallar en ella la justicia y la injusticia? ¿De cuál de
los elementos considerados han tomado su origen?
‑Por
mi parte ‑contestó‑, no lo veo claro, ¡oh, Sócrates! Tal vez, pienso, de las
mutuas relaciones entre estos mismos elementos.
‑Puede ser ‑dije yo‑ que tengas razón.
Mas hay que examinar la cuestión y no dejarla.
Ante todo, consideremos, pues,
cómo vivirán los ciudadanos así organizados. ¿Qué otra cosa harán sino producir
trigo, vino, vestidos y zapatos? Se construirán viviendas; en verano
trabajarán generalmente en cueros y descalzos y en invierno convenientemente
abrigados y calzados. Se alimentarán con harina de cebada o trigo, que cocerán
o amasarán para comérsela, servida sobre juncos a hojas limpias, en forma de
hermosas tortas y panes, con los cuales se banquetearán, recostados en lechos
naturales de nueza y mirto, en compañía de sus hijos; beberán vino, coronados
todos de flores, y cantarán laudes de los dioses, satisfechos con su mutua
compañía, y por temor de la pobreza o la guerra no procrearán más descendencia
que aquella que les permitan sus recursos.
XIII. Entonces, Glaucón interrumpió,
diciendo:
‑Pero me parece que invitas a esas
gentes a un banquete sin companage alguno.
‑Es verdad ‑contesté‑. Se me olvidaba
que también tendrán companage: sal, desde luego; aceitunas, queso, y podrán
asimismo hervir cebollas y verduras, que son alimentos del campo. De postre
les serviremos higos, guisantes y habas, y tostarán al fuego murtones y
bellotas, que acompañarán con moderadas libaciones. De este modo, después de
haber pasado en paz y con salud su vida, morirán, como es natural, a edad muy
avanzada y dejarán en herencia a sus descendientes otra vida similar a la de
ellos.
Pero él repuso:
‑Y si estuvieras organizando, ¡oh,
Sócrates!, una ciudad de cerdos, ¿con qué otros alimentos los cebarías sino
con estos mismos?
‑¿Pues qué hace falta, Glaucón? ‑pregunté.
‑Lo que es costumbre ‑respondió‑. Es
necesario, me parece a mí, que, si no queremos que lleven una vida miserable,
coman recostados en lechos y puedan tomar de una mesa viandas y postres como
los que tienen los hombres de hoy día.
‑¡Ah! ‑exclamé‑. Ya me doy cuenta. No
tratamos sólo, por lo visto, de investigar el origen de una ciudad, sino el de
una ciudad de lujo. Pues bien, quizá no esté mal eso. Pues examinando una tal
ciudad puede ser que lleguemos a comprender bien de qué modo nacen justicia a
injusticia en las ciudades. Con todo, yo creo que la verdadera ciudad es la
que acabamos de describir: una ciudad sana, por así decirlo. Pero, si queréis,
contemplemos también otra ciudad atacada de una infección; nada hay que nos lo
impida. Pues bien, habrá evidentemente algunos que no se contentarán con esa
alimentación ygénero de vida; importarán lechos, mesas, mobiliario de toda especie,
manjares, perfumes, sahumerios, cortesanas, golosinas, y todo ello de muchas
clases distintas. Entonces ya no se contará entre las cosas necesarias
solamente lo que antes enumerábamos, la habitación, el vestido y el calzado,
sino que habrán de dedicarse a la pintura y el bordado, y será preciso
procurarse oro, marfil y todos los materiales semejantes. ¿No es así?
‑Sí ‑dijo.
‑Hay, pues, que volver a agrandar la
ciudad. Porque aquélla, que era la sana, ya no nos basta; será necesario que
aumente en extensión y adquiera nuevos habitantes, que ya no estarán allí para
desempeñar oficios indispensables; por ejemplo, cazadores de todas clases y
una plétora de imitadores, aplicados unos a la reproducción de colores y formas
y cultivadores otros de la música, esto es, poetas y sus auxiliares, tales como
rapsodos, actores, danzantes y empresarios. También habrá fabricantes de
artículos de toda índole, particularmente de aquellos que se relacionan con el
tocado femenino. Precisaremos también de más servidores. ¿O no crees que harán
falta preceptores, nodrizas, ayas, camareras, peluqueros, cocineros y
maestros de cocina? Y también necesitaremos porquerizos. Éstos no los teníamos
en la primera ciudad, porque en ella no hacían ninguna falta, pero en ésta también
serán necesarios. Y asimismo requeriremos grandes cantidades de animales de
todas clases, si es que la gente se los ha de comer. ¿No?
‑¿Cómo
no?
‑Con
ese régimen de vida, ¿tendremos, pues, mucha más necesidad de médicos que
antes?
‑Mucha Más.
XIV ‑Y también el país, que entonces
bastaba para sustentar a sus habitantes, resultará pequeño y no ya suficiente.
¿No lo crees así?
‑Así lo creo ‑dijo.
‑¿Habremos,
pues, de recortar en nuestro provecho el territorio vecino, si queremos tener
suficientes pastos y tierra cultivable, y harán ellos lo mismo con el nuestro
si, traspasando los límites de lo necesario, se abandonan también a un deseo de
ilimitada adquisición de riquezas?
‑Es muy forzoso, Sócrates ‑dije.
‑¿Tendremos, pues, que guerrear como
consecuencia de esto? ¿O qué otra cosa sucederá, Glaucón?
‑Lo que tú dices ‑respondió.
‑No
digamos aún –seguí- si la guerra produce males o bienes, sino solamente que, en
cambio, hemos descubierto el origen de la guerra en aquello de lo cual nacen
las mayores catástrofes públicas y privadas que recaen sobre las ciudades.
‑Exactamente.
‑Además será preciso, querido amigo,
hacer la ciudad todavía mayor, pero
no un poco mayor, sino tal que pueda dar cabida a todo un ejército capaz de
salir a campaña para combatir contra los invasores en defensa de cuanto poseen
y de aquellos a que hace poco nos referíamos.
‑¿Pues qué? ‑arguyó él‑. ¿Ellos no
pueden hacerlo por sí?
‑No
-repliqué‑, al menos si tenía valor la consecuencia a que llegaste con todos
nosotros cuando dábamos forma a la ciudad; pues convinimos, no sé si lo recuerdas,
en la imposibilidad de que una sola persona desempeñara bien muchos oficios.
‑Tienes razón ‑dijo.
‑¿Y qué? ‑continué‑. ¿No lo parece un
oficio el del que ti combate en guerra?
‑Desde luego ‑dijo.
‑¿Merece acaso mayor atención el
oficio del zapatero que el del militar?
‑En modo alguno.
‑Pues bien, recuerda que no dejábamos
al zapatero que intentara ser al mismo tiempo labrador, tejedor o albañil;
tenía que ser únicamente zapatero para que nos realizara bien las labores
propias de su oficio; y a cada uno de los demás artesanos les asignábamos del
mismo modo una sola tarea, la que les dictasen sus aptitudes naturales y
aquella en que fuesen a trabajar bien durante toda su vida, absteniéndose de
toda otra ocupación y no dejando pasar la ocasión oportuna para ejecutar cada
obra. ¿Y acaso no resulta de la máxima importancia el que también las cosas de
la guerra se hagan como es debido? ¿O son tan fáciles que un labrador, un
zapatero u otro cualquier artesano puede ser soldado al mismo tiempo, mientras,
en cambio, a nadie le es posible conocer suficientemente el juego del chaquete
o de los dados si los practica de manera accesoria y sin dedicarse formalmente
a ellos desde niño? ¿Y bastará con empuñar un escudo o cualquier otra de las
armas a instrumentos de guerra para estar en disposición de pelear el mismo día
en las filas de los hoplitas o de otra unidad militar, cuando no hay ningún
utensilio que, por el mero hecho de tomarlo en la mano, convierta a nadie en
artesano o atleta ni sirva para nada a quien no haya adquirido los conocimientos
del oficio ni tenga atesorada suficiente experiencia?
‑Si así fuera ‑dijo‑ ¡no valdrían poco
los utensilios!
XV ‑Por consiguiente ‑seguí diciendo‑,
cuanto más importante sea la misión de los guardianes tanto más preciso será
que se desliguen absolutamente de toda otra ocupación y realicen su trabajo con
la máxima competencia y celo.
‑Así, al menos, opino yo ‑dijo.
‑¿Pero no hará falta también un modo
de ser adecuado a tal ocupación?
‑¿Cómo no?
-Entonces es misión nuestra, me parece
a mí, el designar, si somos capaces de ello, las personas y cualidades
adecuadas para la custodia de una ciudad.
‑Misión nuestra, en efecto.
‑¡Por Zeus! ‑exclamé entonces‑. ¡No es
pequeña la carga que nos hemos echado encima! Y, sin embargo, no podemos
volvernos atrás mientras nuestras fuerzas nos lo permitan.
‑No podemos, no -dijo.
‑¿Crees, pues ‑pregunté yo‑, que
difieren en algo por su naturaleza, en lo tocante a la custodia, un can de raza
y un muchacho de noble cuna?
‑¿A qué lo refieres?
‑A
que es necesario, creo yo, que uno y otro tengan vi veza para darse cuenta de
las cosas, velocidad para perse guir lo que hayan visto y también vigor, por si
han de lu char una vez que le hayan dado alcance.
‑De cierto ‑asintió‑, todo eso es
necesario.
‑Además han de ser valientes, si se
quiere que luche bien.
‑¿Cómo no?
‑¿Pero
podrá, acaso, ser valiente el caballo, perro otro animal cualquier que no sea
fogoso? ¿No has of servado que la fogosidad es una fuerza irresistible a
invencible, que hace intrépida a indomable ante cualquier peligro a toda alma
que está dotada de ella?
‑Lo he observado, sí.
‑Entonces está clam cuáles son las
cualidades corporales que deben concurrir en el guardián.
‑En efecto.
‑E igualmente por lo que al alma toca:
ha de tener, menos, fogosidad.
‑Sí, también.
‑Pero siendo tal su carácter, Glaucón ‑dije
yo ¿cómo no van a mostrarse feroces unos con otros y con resto de los
ciudadanos?
‑¡Por
Zeus! ‑contestó~. No será fácil.
‑Ahora
bien, hace falta que sean amables Para con sus conciudadanos, aunque fieros
ante el enemigo. Y si no, no esperarán a que vengan otros a exterminarlos, sino
que ellos mismos serán los primeros en destrozarse entre sí.
‑Es verdad ‑dijo.
‑¿Qué hacer entonces? -pregunté‑.
¿Dónde vamos a encontrar un temperamento apacible y fogoso al mismo tiempo?
Porque, según creo, mansedumbre y fogosidad son cualidades opuestas.
‑Así parece.
‑Pues
bien, si una cualquiera de estas dos falta, no es posible que se dé un buen
guardián. Pero como parece imposible conciliarlas, resulta así imposible
también encontrar un buen guardián.
‑Temo que así sea ‑dijo.
Entonces yo quedé perplejo; pero,
después de reflexionar sobre lo que acabábamos de decir, continué:
‑Bien
merecido tenemos, amigo mío, este atolladero. Porque nos hemos apartado del
ejemplo que nos propusimos.
‑¿Qué quieres decir?
‑Que no nos hemos dado cuenta de que
en realidad existen caracteres que, contra lo que creíamos, reúnen en sí estos
contrarios.
‑¿Cómo?
‑Es fácil hallarlos en muchas especies
de animales, pero sobre todo entre aquellos con los que comparábamos a los
guardianes. Supongo que has observado, como una de las características innatas
en los perros de raza, que no existen animales más mansos para con los de la
familia y aquellos a los que conocen, aunque con los de fuera ocurra lo
contrario.
‑Ya lo he observado, en efecto.
‑Luego la cosa es posible -dije yo‑.
No perseguimos pues, nada antinatural al querer encontrar un guardián así.
‑Parece que no.
XVI. ‑¿Pero no crees que el futuro
guardián necesita todavía otra cualidad más? ¿Que ha de ser, además de fogoso,
filósofo por naturaleza?
‑¿Cómo? ‑dijo‑. No entiendo.
‑He aquí otra cualidad ‑dije‑ que
puedes observar en los perros: cosa, por cierto, digna de admiración en un
bestia.
‑¿Qué es ello?
‑Que se enfurecen al ver a un
desconocido, aunque no hayan sufrido previamente mal alguno de su mano, y, en
cambio, hacen fiestas a aquellos a quienes conocen aunque jamás les hayan hecho
ningún bien. ¿No te ha extrañado nunca esto?
‑Nunca había reparado en ello hasta
ahora –dijo- Pero no hay duda de que así se comportan.
‑Pues bien, ahí se nos muestra un fino
rasgo de su natural verdaderamente filosófico.
‑¿Y cómo eso?
‑Porque ‑dije‑ para distinguir la
figura del amigo de la del enemigo no se basan en nada más sino en que la una
la conocen y la otra no. Pues bien, ¿no va a sentir deseo de aprender quien
define lo familiar y lo ajeno por su conocimiento o ignorancia de uno y otro?
‑No puede menos de ser así ‑respondió.
‑Ahora bien ‑continué‑, ¿no son lo
mismo el deseo de saber y la filosofía?
-Lo
mismo, en efecto -convino.
-¿Podemos,
pues, admitir confiadamente que para que el hombre se muestre apacible para con
sus familiares y conocidos es preciso que sea filósofo y ávido de saber por
naturaleza?
-Admitido
-respondió.
-Luego
tendrá que ser filósofo, fogoso, veloz y fuerte por naturaleza quien haya de
desempeñar a la perfección su cargo de guardián en nuestra ciudad.
-Sin
duda alguna -dijo.
-Tal
será, pues, su carácter. Pero ¿con qué método los criaremos y educaremos? ¿Y no
nos ayudará el examen de este punto a ver claro en el último objeto de todas
nuestras investigaciones, que es el cómo nacen en una ciudad la justicia y la
injusticia? No vayamos a omitir nada decisivo ni a extendernos en divagaciones.
Entonces
intervino el hermano de Glaucón:
-Desde
luego, por mi parte espero que el tema resultará útil para nuestros fines.
-Entonces,
querido Adimanto, no hay que dejarlo, por Zeus, aunque la discusión se haga un poco larga -dije yo.
-No, en efecto.
-¡Ea,
pues! Vamos a suponer que educamos a esos hombres como si tuviéramos tiempo
disponible para contar cuentos.
-Así
hay que hacerlo.
XVII.
-Pues bien, ¿cuál va a ser nuestra educación? ¿No será difícil inventar otra
mejor que la que largos siglos nos han transmitido? La cual comprende, según
creo, la gimnástica para el cuerpo y la música para el alma.
-Así
es.
-¿Y no empezaremos a
educarlos por la música más bien que por la gimnástica?
-¿Cómo
no?
-¿Consideras
-pregunté- incluidas en la música las narraciones o no?
-Sí
por cierto.
-¿No
hay dos clases de narraciones, unas verídicas y otras ficticias?
Llibre IV 427c –
445e
-Por eso -proseguí-, yo no podía pensar que el verdadero
legislador hubiera de tratar tal género de leyes y constituciones ni en la
ciudad de buen régimen ni en la de malo: en ésta, porque resultan sin provecho
ni eficacia, y en aquélla, porque en parte las descubre cualquiera y en parte
vienen por sí mismas de los modos de vivir precedentes.
-¿Qué nos queda, pues, que hacer en materia de legislación?
-preguntó.
Y yo contesté: -A nosotros nada de cierto; a Apolo,
el dios de Delfos, los más grandes, los más hermosos y primeros de todos los
estatutos legales.
-¿Y
cuáles son ellos? -preguntó.
-Las
erecciones de templos, los sacrificios y
los
demás cultos de los dioses, de los demones y de los héroes; a su vez, también,
las sepulturas de los muertos y cuantas honras hay que tributar para tener
aplacados a los del mundo de allá. Como nosotros no entendemos de estas cosas,
al fundar la ciudad no obedeceremos a ningún otro, si es que tenemos seso, ni
nos serviremos de otro guía que el propio de nuestros padres; y sin duda, este
dios, guía patrio acerca de ello para todos los hombres, los rige sentado sobre
el ombligo de la tierra en el centro del mundo.
-Hablas
acertadamente -observó- y así se ha de hacer.
VI.
-Da, pues, ya por fundada a la ciudad, ¡oh, hijo de Aristón! -dije-, y lo que a
continuación has de hacer es mirar bien en ella procurándote de donde sea la
luz necesaria; y llama en tu auxilio a tu hermano y también a Polemarco y a
los demás, por si podemos ver en qué sitio está la justicia y en cuál la
injusticia y en qué se diferencia la una de la otra y cuál de las dos debe
alcanzar el que ha de ser feliz, lo vean o no los dioses y los hombres.
-Nada
de eso -objetó Glaucón-, porque prometiste hacer tú mismo la investigación, alegando que no te era lícito dejar
de dar favor a la justicia en la medida de tus fuerzas y por todos los medios.
-Verdad
es lo que me recuerdas -repuse yo- y así se ha de hacer; pero es preciso que
vosotros me ayudéis en la empresa.
-Así
lo haremos -replicó.
-Pues
por el procedimiento que sigue -dije- espero hallar lo que buscamos: pienso
que nuestra ciudad, si está rectamente fundada, será completamente buena.
-Por
fuerza -replicó.
-Claro
es, pues, que será prudente, valerosa, moderada y justa.
-Claro.
-¿Por
tanto, sean cualesquiera las que de estas cualidades encontremos en ella, el
resto será lo que no hayamos encontrado?
-¿Qué
otra cosa cabe?
-Pongo
por caso: si en un asunto cualquiera de cuatro cosas buscamos una, nos daremos
por satisfechos una vez que la hayamos reconocido, pero, si ya antes habíamos
llegado a reconocer las otras tres, por este mismo hecho quedará patente la que nos falta; pues es manifiesto que no era
otra la que restaba.
-Dices bien -observó.
-¿Y así, respecto a las cualidades enumeradas, pues
que son también cuatro, se ha de hacer la investigación del mismo modo?
-Está claro.
-Y me parece que la primera que salta a la vista es
la prudencia; y algo extraño se muestra en relación con ella.
-¿Qué es ello? -preguntó.
-Prudente en verdad me parece la ciudad de que hemos
venido hablando; y esto por ser acertada en sus determinaciones. ¿No es así?
-Sí.
-Y esto mismo, el acierto, está claro que es un modo
de ciencia, pues por ésta es por la que se acierta y no por la ignorancia.
-Está claro.
-Pero en la ciudad hay un gran número y variedad de
ciencias.
-¿Cómo no?
-¿Y acaso se ha de llamar a la ciudad prudente y
acertada por el saber de los constructores?
-Por ese saber no se la llamará así -dijo-, sino
maestra en construcciones.
-Ni tampoco habrá que llamar prudente a la ciudad
por la ciencia de hacer muebles, si delibera sobre la manera de que éstos
resulten lo mejor posible.
-No por cierto.
-¿Y qué? ¿Acaso por el saber de los broncistas o por
algún otro semejante a éstos?
-Por ninguno de ésos -contestó.
-Ni tampoco la llamaremos prudente por la producción
de los frutos de la tierra, sino ciudad agrícola.
-Eso parece.
-¿Cómo, pues? -dije-. ¿Hay en la ciudad fundada hace
un momento por nosotros algún saber en determinados ciudadanos con el cual no
resuelve sobre este o el otro particular
de la ciudad, sino sobre la ciudad entera, viendo el modo de que ésta lleve lo
mejor posible sus relaciones en el interior y con las demás ciudades?
-Sí, lo hay.
-¿Y cuál es -dije- y en quiénes se halla?
-Es la ciencia de la preservación -dijo- y se halla
en aquellos jefes que ahora llamábamos perfectos guardianes. -¿Y cómo
llamaremos a la ciudad en virtud de esa ciencia?
-Acertada en sus determinaciones -repuso- y verdaderamente
prudente.
-¿Y de quiénes piensas -pregunté- que habrá mayor
número en nuestra ciudad, de broncistas o de estos verdaderos guardianes?
-Mucho mayor de broncistas -respondió.
-¿Y así también -dije- estos guardianes serán los
que se hallen en menor número de todos aquellos que por su ciencia reciben una
apelación determinada?
-En mucho menor número.
-Por lo tanto, la ciudad fundada conforme a naturaleza
podrá ser toda entera prudente por la clase de gente más reducida que en ella
hay, que es aquella que la preside y gobierna; y éste, según parece, es el
linaje que por fuerza natural resulta más corto y al cual corresponde el
participar de este saber, único que entre todos merece el nombre de prudencia.
-Verdad pura es lo que dices -observó.
-Hemos hallado, pues, y no sé cómo, esta primera de
las cuatro cualidades y la parte de la ciudad donde se encuentra.
-A mí, por lo menos -dijo-, me parece que la hemos
hallado satisfactoriamente.
VII. -Pues si pasamos al valor y a la parte de la
ciudad en que reside y por la que toda ella ha de ser llamada valerosa, no me
parece que la cosa sea muy difícil de percibir.
-¿Y cómo?
-¿Quién -dije yo- podría llamar a la ciudad cobarde
o valiente mirando a otra cosa que no fuese la parte de ella que la defiende y
se pone en campaña a su favor?
-Nadie podría darle esos nombres mirando a otra cosa
-replicó.
-En efecto -agregué-, los demás que viven en ella,
sean cobardes o valientes, no son dueños, creo yo, de hacer a aquélla de una
manera u otra.
-No, en efecto.
-Y así, la ciudad es valerosa por causa de una clase
de ella, porque en dicha parte posee una virtud tal como para mantener en toda
circunstancia la opinión acerca de las cosas que se han de temer en el sentido
de que éstas son siempre las mismas y tales cuales el legislador las prescribió
en la educación.
¿O no es esto lo que llamas valor?
-No he entendido del todo lo que has dicho -contestó-,
repítelo de nuevo.
-Afirmo -dije- que el valor es una especie de conservación.
-¿Qué clase de conservación?
-La de la opinión formada por la educación bajo la
ley acerca de cuáles y cómo son las cosas que se han de temer. Y dije que era
conservación en toda circunstancia porque la lleva adelante, sin desecharla
jamás, el que se halla entre dolores y el que entre placeres y el que entre
deseos y el que entre espantos. Y quiero representarte, si lo permites, a qué
me parece que es ello semejante.
-Sí,
quiero.
-Sabes
-dije- que los tintoreros, cuando han de teñir lanas para que queden de color
de púrpura, eligen primero, de entre tantos colores como hay, una sola clase,
que es la de las blancas; después las preparan previamente, con prolijo
esmero, cuidando de que adquieran el mayor brillo posible, y así las tiñen. Y
lo que queda teñido por este procedimiento resulta indeleble en su tinte, y el
lavado, sea con detersorios o sin ellos, no puede quitarle su brillo; y
también sabes cómo resulta lo que no se tiñe así, bien porque se empleen lanas
de otros colores o porque no se preparen estas mismas previamente.
-Sí
-contestó-, queda desteñido y ridículo.
-Pues
piensa -repliqué yo- que otro tanto hacemos nosotros en la medida de nuestras
fuerzas cuando elegimos los soldados y los educamos en la música y en la
gimnástica: no creas que preparamos con ello otra cosa sino el que,
obedeciendo lo mejor posible a las leyes, reciban una especie de teñido, para
que, en virtud de su índole y crianza obtenida, se haga indeleble su opinión
acerca de las cosas que hay que temer y las que no; y que tal teñido no se lo
puedan llevar esas otras lejías tan fuertemente disolventes que son el placer,
mas terrible en ello que cualquier sosa o lejía, y el pesar, el miedo y la
concupiscencia, más poderosos que cualquier otro detersorio. Esta fuerza y
preservación en toda circunstancia de la opinión recta y legítima acerca de las
cosas que han de ser temidas y de las que no es lo que yo llamo valor y
considero como tal si tú no dices otra cosa.
-No
por cierto -dijo-; y, en efecto, me parece que a esta misma recta opinión
acerca de tales cosas que nace sin educación, o sea, a la animal y servil, ni
la consideras enteramente legítima ni le das el nombre de valor, sino otro
distinto.
-Verdad
pura es lo que dices -observé.
-Admito,
pues, que eso es el valor.
-Y
admite -agregué- que es cualidad propia de la ciudad y acertarás con ello. Y en otra
ocasión, si quieres, trataremos mejor acerca del asunto, porque ahora no es eso
lo que estábamos investigando, sino la justicia; y ya es bastante, según creo,
en cuanto a la búsqueda de aquello otro.
-Tienes
razón -dijo.
VIII.
-Dos, pues, son las cosas -dije- que nos quedan por observar en la ciudad: la
templanza y aquella otra por la que hacemos
toda nuestra investigación, la justicia.
-Exactamente.
-¿Y cómo podríamos hallarla justicia para no hablar
todavía acerca de la templanza?
-Yo, por mi parte -dijo-, no lo sé, ni querría que
se declarase lo primero la justicia, puesto que aún no hemos examinado la
templanza; y, si quieres darme gusto, pon la atención en ésta antes que en
aquella.
-Quiero en verdad -repliqué- y no llevaría razón en
negarme.
-Examínala, pues -dijo.
-La voy a examinar -contesté-. Y ya a primera vista,
se parece más que todo lo anteriormente examinado a una especie de modo musical
o armonía.
-¿Cómo?
-La templanza -repuse- es un orden y dominio de
placeres y concupiscencia según el dicho de los que hablan, no sé en qué
sentido, de ser dueños de sí mismos, y también hay otras expresiones que se
muestran como rastros de aquella cualidad. ¿No es así?
-Sin duda ninguna -contestó.
-Pero ¿eso de «ser dueño de sí mismos» no es ridículo?
Porque el que es dueño de sí mismo es también esclavo, y el que es esclavo,
dueño; ya que en todos estos dichos se habla de una misma persona.
-¿Cómo no?
-Pero lo que me parece -dije- que significa esa
expresión es que en el alma del mismo hombre hay algo que es mejor y algo que
es peor; y cuando lo que por naturaleza es mejor domina a lo peor, se dice que
«aquel es dueño de sí mismo», lo cual es una alabanza, pero cuando, por mala
crianza o compañía, lo mejor queda en desventaja y resulta dominado por la
multitud de lo peor, esto se censura como oprobio, y del que así se halla se
dice que está dominado por sí mismo y que es un intemperante.
-Eso parece, en efecto -observó.
-Vuelve ahora la mirada -dije- a nuestra recién fundada
ciudad y encontrarás dentro de ella una de estas dos cosas; y dirás que con
razón se la proclama dueña de sí misma si es que se ha de llamar bien templado
y dueño de sí mismo a todo aquello cuya parte mejor se sobrepone a lo peor.
-La miro, en efecto -respondió-, y veo que dices verdad.
-Y de cierto, los más y los más varios apetitos,
concupiscencias y desazones se pueden encontrar en los niños y en las mujeres
y en los domésticos y en la mayoría de los hombres que se llaman libres, aunque
carezcan de valía.
-Bien de cierto.
-Y, en cambio, los afectos más sencillos y
moderados, los que son conducidos por la razón con sensatez y recto juicio, los
hallarás en unos pocos, los de mejor índole y educación.
-Verdades
-dijo.
-Y
así ¿no ves que estas cosas existen también en la ciudad y que
en ella los apetitos de los más y más ruines son
vencidos por los apetitos y la inteligencia de los menos y más aptos?
-Lo
veo -dijo.
IX.
-Si hay, pues, una ciudad a la que debamos llamar dueña de sus concupiscencias
y apetitos y dueña también ella de sí misma, esos títulos hay que darlos a la
nuestra.
-Enteramente
-dijo.
-¿Y
conforme a todo ello no habrá que llamarla asimismo temperante?
-En
alto grado -contestó.
-Y
si en alguna otra ciudad se hallare una sola opinión, lo mismo en los gobernantes
que en los gobernados, respecto a quiénes deben gobernar, sin duda se hallará
también en ésta. ¿No te parece?
-Sin
la menor duda -dijo.
-¿Y en cuál de las
dos clases de ciudadanos dirás que reside la templanza cuando ocurre eso? ¿En
los gobernantes o en los gobernados?
-En
unos y otros, creo -repuso.
-¿Ves,
pues -dije yo-, cuán acertadamente predecíamos hace un momento que la
templanza se parece a una cierta armonía musical?
-¿Y
por qué?
-Porque,
así como el valor y la prudencia, residiendo en una parte de la ciudad, la
hacen a toda ella el uno valerosa y la otra prudente, la templanza no obra
igual, sino que se extiende por la ciudad entera, logrando que canten lo mismo
y en perfecto unísono los mas débiles, los más fuertes y los de en medio, ya
los clasifiques por su inteligencia, ya por su fuerza, ya por su número o
riqueza o por cualquier otro semejante respecto; de suerte que podríamos con
razón afirmar que es templanza esta concordia, esta armonía entre lo que es
inferior y lo que es superior por naturaleza sobre cuál de esos dos elementos
debe gobernar ya en la ciudad, ya en cada individuo.
-Así
me parece en un todo -repuso.
-Bien
-dije yo-; tenemos vistas tres cosas de la ciudad según parece; pero ¿cuál será
la cualidad restante por la que aquélla alcanza su virtud? Es claro que la
justicia.
-Claro
es.
-Así,
pues, Glaucón, nosotros tenemos que rodear la mata, como unos cazadores, y
aplicar la atención, no sea que se nos escape la justicia y, desapareciendo de
nuestros ojos, no podamos verla más. Porque es manifiesto que está aquí; por
tanto, mira y esfuérzate en observar por si la ves antes que yo y puedes
enseñármela.
-¡Ojalá!
-dijo él-, pero mejor te serviré si te sigo y alcanzo a ver lo que tú me
muestres.
-Haz,
pues, conmigo la invocación y sígueme -dije.
-Así
haré -replicó-, pero atiende tú a darme guía.
-Y
en verdad -dije yo- que estamos en un lugar difícil y sombrío, porque es oscuro
y poco penetrable a la vista. Pero, con todo, habrá que ir.
-Vayamos,
pues -exclamó.
Entonces
yo, fijando la vista, dije: -¡Ay, ay, Glaucón! Parece que tenemos un rastro y
creo que no se nos va a escapar la presa.
-¡Noticia
feliz! -dijo él.
-En
verdad -dije- que lo que me ha pasado es algo estúpido.
-¿Y
qué es ello?
-A
mi parecer, bendito amigo, hace tiempo que está la cosa rodando ante nuestros
pies y no la veíamos incurriendo en el mayor de los ridículos. Como aquellos
que, teniendo algo en la mano, buscan a veces lo mismo que tienen, así nosotros
no mirábamos a ello, sino que dirigíamos la vista a lo lejos y por
eso quizá no lo veíamos.
-¿Qué
quieres decir? -preguntó.
-Quiero
decir -repliqué- que en mi opinión hace tiempo que estábamos hablando y oyendo
hablar de nuestro asunto sin darnos cuenta de que en realidad de un modo u otro
hablábamos de él.
-Largo
es ese proemio -dijo- para quien está deseando escuchar.
X.
-Oye, pues -le advertí-, por si digo algo que valga. Aquello que desde el
principio, cuando fundábamos la ciudad, afirmábamos que había que observar en
toda circunstancia, eso mismo o una forma de eso es a mi parecer la justicia.
Y lo que establecimos y repetimos muchas veces, si bien te acuerdas, es que
cada uno debe atender a una sola de las cosas de la ciudad: a aquello para lo
que su naturaleza esté mejor dotada.
-En
efecto, eso decíamos.
-Y
también de cierto oíamos decir a otros muchos y dejábamos nosotros sentado
repetidamente que el hacer cada uno lo suyo y no multiplicar sus actividades
era la justicia.
-Así
de cierto lo dejamos sentado.
-Esto, pues, amigo -dije-, parece que es en cierto
modo la justicia: el hacer cada uno lo suyo. ¿Sabes de dónde lo infiero?
-No lo sé; dímelo tú -replicó.
-Me parece a mí -dije- que lo que faltaba en la
ciudad después de todo eso que dejamos examinado -la templanza, el valor y la
prudencia- es aquello otro que a todas tres da el vigor necesario a su
nacimiento y que, después de nacidas, las conserva mientras subsiste en ellas.
Y dijimos que si encontrábamos aquellas tres, lo que faltaba era la justicia.
-Por fuerza -dijo.
-Y si hubiera necesidad -añadí- de decidir cuál de
estas cualidades constituirá principalmente con su presencia la bondad de
nuestra ciudad, sería difícil determinar si será la igualdad de opiniones de
los gobernantes y de los gobernados o el mantenimiento en los soldados de la
opinión legítima sobre lo que es realmente temible y lo que no o la
inteligencia y la vigilancia existente en los gobernantes o si, en fin, lo que
mayormente hace buena a la ciudad es que se asiente en el niño y en la mujer y
en el esclavo y en el hombre libre y en el artesano y en el gobernante y en
el gobernado eso otro de que cada uno haga lo suyo y no se dedique a más.
-Cuestión dificil -dijo-. ¿Cómo no?
-Por ello, según parece, en lo que toca a la
excelencia de la ciudad esa virtud de que cada uno haga en ella lo que le es
propio resulta émula de la prudencia, de la templanza y del valor.
-Desde luego -dijo.
-Así, pues, ¿tendrás a la justicia como émula de
aquéllas para la perfección de la ciudad?
-En un todo.
-Atiende ahora a esto otro y mira si opinas lo
mismo: ¿será a los gobernantes a quienes atribuyas en la ciudad el juzgar los
procesos?
-¿Cómo no?
-¿Y al juzgar han de tener otra mayor preocupación
que la de que nadie posea lo ajeno ni sea privado de lo propio?
-No, sino ésa.
-¿Pensando que es ello justo?
-Sí.
-Y así, la posesión y práctica de lo que a cada uno
es propio será reconocida como justicia.
-Eso es.
-Mira, por tanto, si opinas lo mismo que yo: el que
el carpintero haga el trabajo del zapatero o el zapatero el del carpintero o el
que tome uno los instrumentos y prerrogativas del otro o uno solo trate de
hacer lo de los dos trocando todo lo demás ¿te parece que podría dañar gravemente
a la ciudad?
-No
de cierto -dijo.
-Pero,
por el contrario, pienso que, cuando un artesano u otro que su índole destine
a negocios privados, engreído por su riqueza o por el número de los que le
siguen o por su fuerza o por otra cualquier cosa semejante, pretenda entrar en
la clase de los guerreros, o uno de los guerreros en la de los consejeros o
guardianes, sin tener mérito para ello, y así cambien entre sí sus
instrumentos y honores, o cuando uno solo trate de hacer a un tiempo los
oficios de todos, entonces creo, como digo, que tú también opinarás que semejante
trueque y entrometimiento ha de ser ruinoso para la ciudad.
-En
un todo.
-Por
tanto, el entrometimiento y trueque mutuo de estas tres clases es el mayor daño
de la ciudad y más que ningún otro podría ser con plena razón calificado de crimen.
-Plenamente.
-¿Y
al mayor crimen contra la propia ciudad no habrás de calificarlo de
injusticia?
-¿Qué
duda cabe?
XI.
-Eso es, pues, injusticia. Y a la inversa, diremos: la actuación en lo que les
es propio de los linajes de los traficantes, auxiliares y guardianes, cuando
cada uno haga lo suyo en la ciudad, ¿no será justicia, al contrario de aquello
otro, y no hará justa a la ciudad misma?
-Así
me parece y no de otra manera -dijo él.
-No
lo digamos todavía con voz muy recia -observé-; antes bien, si, trasladando la
idea formada a cada uno de los hombres, reconocemos que allí es también
justicia, concedámoslo sin más, porque ¿qué otra cosa cabe oponer? Pero, si no
es así, volvamos a otro lado nuestra atención. Y ahora terminemos nuestro
examen en el pensamiento de que, si tomando algo de mayor extensión entre los
seres que poseen la justicia, nos esforzáramos por intuirla allí, sería luego
más fácil observarla en un hombre solo. Y de cierto nos pareció que ese algo
más extenso es la ciudad y así la fundamos con la mayor excelencia posible,
bien persuadidos de que en la ciudad buena era donde precisamente podría hallarse
la justicia. Traslademos, pues, al individuo lo que allí se nos mostró y, si
hay conformidad, será ello bien; y, si en el individuo aparece como algo
distinto, volveremos a la ciudad a hacer la prueba, y así, mirando al uno junto
a la otra y poniéndolos en contacto y roce, quizá conseguiremos que brille la
justicia como fuego de enjutos y, al hacerse visible, podremos afirmarla en
nosotros mismos.
-Ese
es buen camino -dijo- y así hay que hacerlo.
-Ahora
bien -dije-; cuando se predica de una cosa que es lo mismo que otra, ya sea más
grande o más pequeña, ¿se entiende que le es semejante o que le es desemejante
en aquello en que tal cosa se predica?
-Semejante -contestó.
-De modo que el hombre justo no diferirá en nada de
la ciudad justa en lo que se refiere a la idea de justicia, sino que será
semejante a ella.
-Lo será -replicó.
-Por otra parte, la ciudad nos pareció ser justa
cuando los tres linajes de naturalezas que hay en ella hacían cada una lo
propio suyo; y nos pareció temperada, valerosa y prudente por otras
determinadas condiciones y dotes de estos mismos linajes.
-Verdad es -dijo.
-Por lo tanto, amigo mío, juzgaremos que el individuo
que tenga en su propia alma estas mismas especies merecerá, con razón, los
mismos calificativos que la ciudad cuando tales especies tengan las mismas
condiciones que las de aquélla.
-Es ineludible -dijo.
-Y henos aquí -dije-, ¡oh, varón admirable!, que hemos
dado en un ligero problema acerca del alma, el de si tiene en sí misma esas
tres especies o no.
-No me parece del todo fácil -replicó-; acaso, Sócrates,
sea verdad aquello que suele decirse, de que lo bello es dificil.
-Tal se nos muestra -dije-. Y has de saber, Glaucón,
que, a mi parecer, con métodos tales como los que ahora venimos empleando en
nuestra discusión no vamos a alcanzar nunca lo que nos proponemos, pues el
camino que a ello lleva es otro más largo y complicado; aunque éste quizá no
desmerezca de nuestras pláticas e investigaciones anteriores.
-¿Hemos, pues, de conformarnos? -dijo-. A mí me
basta, a lo menos por ahora.
-Pues bien -dije-, para mí será también suficiente
en un todo.
-Entonces -dijo- sigue tu investigación sin desmayo.
-¿No nos será absolutamente necesario -proseguí- el reconocer que en cada uno
de nosotros se dan las mismas especies y modos de ser que en la ciudad? A ésta,
en efecto, no llegan de ninguna otra parte sino de nosotros mismos. Ridículo
sería pensar que, en las ciudades a las que se acusa de índole arrebatada, como
las de Tracia y de Escitia y casi todas las de la región norteña, este
arrebato no les viene de los individuos; e igualmente el amor al saber que
puede atribuirse principalmente a nuestra región y no menos la avaricia que
suele achacarse a los fenicios o a los habitantes de Egipto.
-Bien
seguro -dijo.
-Así
es, pues, ello -dije yo- y no es dificil reconocerlo.
-No
de cierto.
XII.
-Lo que ya es más difícil es saber si lo hacemos todo por medio de una sola
especie o si, siendo éstas tres, hacemos cada cosa por una de ellas.
¿Entendemos con un cierto elemento, nos encolerizamos con otro distinto de los
existentes en nosotros y apetecemos con un tercero los placeres de la comida y
de la generación y otros parejos o bien obramos con el alma entera en cada una
de estas cosas cuando nos ponemos a ello? Esto es lo difícil de determinar de
manera conveniente.
-Eso
me parece a mí también -dijo.
-He
aquí, pues, cómo hemos de decidir si esos elementos son los mismos o son
diferentes.
-¿Cómo?
-Es
claro que un mismo ser no admitirá el hacer o sufrir cosas contrarias al mismo
tiempo, en la misma parte de sí mismo y con relación al mismo objeto; de modo
que, si hallamos que en dichos elementos ocurre eso, vendremos a saber que no
son uno solo, sino varios.
-Conforme.
-Atiende,
pues, a lo que voy diciendo. -Habla -dijo.
-¿Es
acaso posible -dije- que una misma cosa se esté quieta y se mueva al mismo
tiempo en una misma parte de sí misma?
-De
ningún modo.
-Reconozcámoslo
con más exactitud para no vacilar en lo que sigue: si de un hombre que está
parado en un sitio, pero mueve las manos y la cabeza, dijera alguien que está
quieto y se mueve al mismo tiempo, juzgaríamos que no se debe decir así, sino
que una parte de él está quieta y otra se mueve; ¿no es eso?
-Eso
es.
-Y
si el que dijere tal cosa diera pábulo a sus facecias pretendiendo que las
peonzas están en reposo y se mueven enteras cuando bailan con la púa fija en
un punto o que pasa lo mismo con cualquier otro objeto que da vueltas sin
salirse de un sitio, no se lo admitiríamos, porque no permanecen y se mueven en
la misma parte de sí mismos. Diríamos que hay en ellos una línea recta y una
circunferencia y que están quietos por su línea recta, puesto que no se inclinan
a ningún lado, pero que por su circunferencia se mueven en redondo; y que,
cuando inclinan su línea recta a la derecha o a la izquierda o hacia adelante o
hacia atrás al mismo tiempo que giran, entonces ocurre que no están quietos en
ningún respecto.
-Y
eso es lo exacto -dijo.
-Ninguno,
pues, de semejantes dichos nos conmoverá ni nos persuadirá en lo más mínimo de
que haya algo que pueda sufrir ni ser ni obrar dos cosas contrarias al mismo
tiempo en la misma parte de sí mismo y en relación con el mismo objeto.
-A
mí por lo menos no -aseveró.
-No
obstante -dije-, para que no tengamos que alargarnos saliendo al encuentro de
semejantes objeciones y sosteniendo que no son verdaderas, dejemos sentado que
eso es así y pasemos adelante reconociendo que, si en algún
modo se nos muestra de modo distinto que como queda dicho, todo lo que saquemos
de acuerdo con ello quedará vano.
-Así
hay que hacerlo -aseguró.
XIII.
-¿Y acaso -proseguí- el asentir y el negar, el desear algo y el rehusarlo, el
atraerlo y el rechazarlo y todas las cosas de este tenor las pondrás entre las
que son contrarias unas a otras sin distinguir si son acciones y pasiones?
Porque esto no hace al caso.
-Sí
-dijo-; entre las contrarias las pongo.
-¿Y
qué? -continué-. ¿El hambre y la sed y en general todos los apetitos y el
querer y el desear, no referirás todas estas cosas a las especies que quedan
mencionadas? ¿No dirás, por ejemplo, que el alma del que apetece algo tiende a
aquello que apetece o que atrae a sí aquello que desea alcanzar o bien que, en
cuanto quiere que se le entregue, se da asentimiento a sí misma, como si alguien le preguntara, en el
afán de conseguirlo?
-Así
lo creo.
-¿Y
qué? ¿El no desear ni querer ni apetecer no lo pondrás, con el rechazar y el
despedir de sí mismo, entre los contrarios de aquellos otros términos?
-¿Cómo
no?
-Siendo
todo ello así, ¿no admitiremos que hay una clase especial de apetitos y que los
que más a la vista están son los que llamamos sed y hambre?
-Lo
admitiremos -dijo.
-¿Y no es la una apetito de bebida y la otra de comida?
-Sí.
-¿Y
acaso la sed, en cuanto es sed, podrá ser en el alma apetito de algo más que de
eso que queda dicho, como, por ejemplo, la sed será sed de una bebida caliente
o fría o de mucha o poca bebida o, en una palabra, de una determinada clase de
bebida? ¿O más bien, cuando a la sed se agregue un cierto calor, traerá éste
consigo que el apetito sea de bebida fría y, cuando se añada un cierto frío,
hará que sea de bebida caliente? ¿Y asimismo, cuando por su intensidad sea grande
la sed, resultará sed de mucha bebida, y cuando pequeña, de poca? ¿Y la sed en
sí no será en manera alguna apetito de otra cosa sino de lo que le es natural,
de la bebida en sí, como el hambre lo es de la comida?
-Así
es -dijo-; cada apetito no es apetito más que de aquello que le conviene por
naturaleza; y cuando le apetece de tal o cual calidad, ello depende de algo
accidental que se le agrega.
-Que
no haya, pues -añadí yo-, quien nos coja de sorpresa y nos perturbe diciendo
que nadie apetece bebida, sino buena bebida, ni comida, sino buena comida. Porque
todos, en efecto, apetecemos lo bueno; por tanto, si la sed es apetito, será
apetito de algo bueno, sea bebida u otra cosa, e igualmente los demás apetitos.
-Pues
acaso -dijo- piense decir cosa de peso el que tal habla.
-Comoquiera
que sea -concluí-, todas aquellas cosas que por su índole tienen un objeto, en
cuanto son de tal o cual modo se refieren, en mi opinión, a tal o cual clase de
objeto; pero ellas por sí mismas, sólo a su objeto propio.
-No
he entendido -dijo.
-¿No
has entendido -pregunté- que lo que es mayor lo es porque es mayor que otra
cosa?
-Bien
seguro.
-¿Y
esa otra cosa será algo más pequeño?
-Sí.
-Y
lo que es mucho mayor será mayor que otra cosa mucho más pequeña. ¿No es así?
-Sí.
-¿Y
lo que en un tiempo fue mayor, que lo que fue más pequeño; y lo que en lo
futuro ha de ser mayor, que lo que ha de ser más pequeño?
-¿Cómo
no? -replicó.
-¿Y
no sucede lo mismo con lo más respecto de lo menos y con lo doble respecto de
la mitad y con todas las cosas de este tenor y también con lo más pesado
respecto de lo más ligero e igualmente con lo caliente respecto de lo frío y
con todas las cosas semejantes a éstas?
-Enteramente.
-¿Y
qué diremos de las ciencias? ¿No ocurre lo mismo? La ciencia en sí es ciencia
del conocimiento en sí o de aquello, sea lo que quiera, a que deba asignarse
ésta como a su objeto; una ciencia o tal o cual ciencia lo es de uno y
determinado conocimiento. Pongo por ejemplo: ¿no es cierto que, una vez que se
creó la ciencia de hacer edificios, quedó separada de las demás ciencias y
recibió con ello el nombre de arquitectura?
-¿Cómo
no?
-¿Y
no fue así por ser una ciencia especial distinta de todas las otras?
-Sí.
-Así,
pues, ¿no quedó calificada cuando se la entendió como ciencia de un objeto
determinado? ¿Y no ocurre lo mismo con las otras artes y ciencias?
-Así
es.
XIV
-Reconoce, pues -dije yo-, que eso era lo que yo quería decir antes, si es que
lo has entendido verdaderamente ahora: que las cosas que se predican como
propias de un objeto lo son por sí solas de este objeto solo; y de tales o
cuales objetos, tales determinadas cosas. Y no quiero decir con ello que como
sean los objetos, así serán también ellas, de modo que la ciencia de la salud y
la enfermedad sea igualmente sana o enferma, sino que, una vez que esta ciencia
no tiene por objeto el de la ciencia en sí, sino otro determinado, y que éste
es la enfermedad y la salud, ocurre que ella misma queda determinada como
ciencia y eso hace que no sea llamada ya ciencia a secas, sino ciencia especial
de algo que se ha agregado, y se la nombra medicina.
-Lo
entiendo -dijo- y me parece que es así.
-¿Y
la sed? -pregunté-. ¿No la pondrás por su naturaleza entre aquellas cosas que
tienen un objeto? Porque la sed lo es sin duda de...
-Sí
-dijo-; de bebida.
-Y
así, según sea la sed de una u otra bebida será también ella de una u otra
clase; pero la sed en sí no es de mucha ni poca ni buena ni mala bebida ni, en
una palabra, de una bebida especial, sino que por su naturaleza lo es sólo de
la bebida en sí.
-Conforme
en todo.
-El
alma del sediento, pues, en cuanto tiene sed no desea otra cosa que beber y a
ello tiende y hacia ello se
lanza.
-Evidente.
-Por
lo tanto, si algo alguna vez la retiene en su sed tendrá que haber en ella
alguna cosa distinta de aquella que siente la sed y la impulsa como a una
bestia a que beba, porque, como decíamos, una misma cosa no puede hacer lo que
es contrario en la misma parte de sí misma, en relación con el mismo objeto y
al mismo tiempo.
-No
de cierto.
-Como,
por ejemplo, respecto del arquero no sería bien, creo yo, decir que sus manos
rechazan y atraen el arco al mismo tiempo, sino que una lo rechaza yla otra lo
atrae.
-Verdad
todo -dijo.
-¿Y
hemos de reconocer que algunos que tienen sed no quieren beber?
-De
cierto -dijo-; muchos y en muchas ocasiones. -¿Y qué -pregunté yo- podría
decirse acerca de esto? ¿Que no hay en sus almas algo que les impulsa a beber y
algo que los retiene, esto último diferente y más poderoso que aquello?
-Así
me parece -dijo.
-¿Y
esto que los retiene de tales cosas no nace, cuando nace, del razonamiento, y
aquellos otros impulsos que les mueven y arrastran no les vienen, por el
contrario, de sus padecimientos y enfermedades?
-Tal
se muestra.
-No
sin razón, pues -dije-, juzgaremos que son dos cosas diferentes la una de la
otra, llamando, a aquello con que razona, lo racional del alma, y a aquello con
que desea y siente hambre y sed y queda perturbada por los demás apetitos, lo
irracional y concupiscible, bien avenido con ciertos hartazgos y placeres.
-No;
es natural -dijo- que los consideremos así.
-Dejemos,
pues, definidas estas dos especies que se dan en el alma -seguí yo-. Y la
cólera y aquello con que nos encolerizamos, ¿será una tercera especie o tendrá
la misma naturaleza que alguna de esas dos?
-Quizá
-dijo- la misma que la una de ellas, la concupiscible.
-Pues
yo -repliqué- oí una vez una historia a la que me atengo como prueba, y es
ésta: Leoncio, hijo de Aglayón, subía del Pireo por la parte exterior del muro
del norte cuando advirtió unos cadáveres que estaban echados por tierra al lado
del verdugo. Comenzó entonces a sentir deseos de verlos, pero al mismo tiempo
le repugnaba y se retraía; y así estuvo luchando y cubriéndose el rostro hasta
que, vencido de su apetencia, abrió enteramente los ojos y, corriendo hacia los
muertos, dijo: «¡Ahí los tenéis, malditos, saciaos del hermoso espectáculo!»
-Yo
también lo había oído -dijo.
-Pues
esa historia -observé- muestra que la cólera combate a veces con los apetitos
como cosa distinta de ellos.
-Lo
muestra, en efecto -dijo.
XV
-¿Y no advertimos también en muchas otras ocasiones -dije-, cuando las
concupiscencias tratan de hacer fuerza a alguno contra la razón, que él se
insulta a sí mismo y se irrita contra aquello que le fuerza en su interior y
que, como en una reyerta entre dos enemigos, la cólera se hace en el tal aliada
de la razón? En cambio, no creo que puedas decir que hayas advertido jamás, ni
en ti mismo ni en otro, que, cuando la razón determine que no se ha de hacer
una cosa, la cólera se oponga a ello haciendo causa común con las
concupiscencias.
-No,
por Zeus -dijo.
-¿Y
qué ocurre -pregunté- cuando alguno cree obrar injustamente? ¿No sucede que,
cuanto más generosa sea su índole, menos puede irritarse aunque sufra hambre o
frío u otra cualquier cosa de este género por obra de quien en su concepto le
aplica la justicia y que, como digo, su cólera se resiste a levantarse contra
éste?
-Verdad
es -dijo.
-¿Y
qué sucede, en cambio, cuando cree que padece injusticia? ¿No hierve esa cólera
en él y se enoja y se alía con lo que se le muestra como justo y, aun pasando
hambre y frío y todos los rigores de esta clase, los soporta hasta triunfar
de ellos y no cesa en sus nobles resoluciones hasta que las lleva a término o
perece o se aquieta, llamado atrás por su propia razón como un perro por el
pastor?
-Exacta es esa
comparación que has puesto -dijo-; y, en efecto, en nuestra ciudad pusimos a
los auxiliares como perros a disposición de los gobernantes, que son los
pastores de aquélla.
-Has
entendido perfectamente -observé- lo que quise decir; ¿y observas ahora este
otro asunto?
-¿Cuál
es él?
-Que
viene a revelársenos acerca de la cólera lo contrario de lo que decíamos hace
un momento; entonces pensábamos que era algo concupiscible y ahora confesamos
que, bien lejos de ello, en la lucha del alma hace armas a favor de la razón.
-Enteramente
cierto -dijo.
-¿Y
será algo distinto de esta última o un modo de ella de suerte que en el alma no
resulten tres especies, sino dos sólo, la racional y la concupiscible? ¿O bien,
así como en la ciudad eran tres los linajes que la mantenían, el traficante, el
auxiliar y el deliberante, así habrá también
un tercero en el alma, el irascible, auxiliar por naturaleza del racional
cuando no se pervierta por una mala crianza?
-Por fuerza -dijo- tiene que ser ése el tercero.
-Sí -aseveré-, con tal de que se nos revele distinto
del racional como ya se nos reveló distinto del concupiscible.
-Pues no es difícil percibirlo -dijo-. Cualquiera
puede ver en los niños pequeños que, desde el punto en que nacen, están llenos
de cólera; y, en cuanto a la razón, algunos me parece que no la alcanzan nunca
y los más de ellos bastante tiempo después.
-Bien dices, por Zeus -observé-.
También en las bestias puede verse que ocurre como tú dices; y a más de todo
servirá de testimonio aquello de Homero que dejamos mencionado más arriba:
Pero a su alma increpó golpeándose el pecho y le dijo...
En este pasaje, Homero representó manifiestamente
como cosas distintas a lo uno increpando a lo otro: aquello que discurre sobre
el bien y el mal contra lo que sin discurrir se encoleriza.
-Enteramente cierto es lo que dices -afirmó.
XVI. -Así, pues -dije yo-, hemos llegado a puerto,
aunque con trabajo, y reconocido en debida forma que en el alma de cada uno
hay las mismas clases que en la ciudad y en el mismo número.
-Así es.
-¿Será, pues, forzoso que el individuo sea prudente
de la misma manera y por la misma razón que lo es la ciudad?
-¿Cómo no?
-¿Y que del mismo modo y por el mismo
motivo que es valeroso el individuo, lo sea la ciudad también, y que otro tanto
ocurra en todo lo demás que en uno y otra hace referencia a la virtud?
-Por fuerza.
-Y así, Glaucón, pienso que reconoceremos también
que el individuo será justo de la misma manera en que lo era la ciudad.
-Forzoso es también ello.
-Por otra parte, no nos hemos olvidado de que ésta
era justa porque cada una de sus tres clases hacía en ella aquello que le era
propio.
-No creo que lo hayamos olvidado -dijo.
-Así, pues, hemos de tener presente que cada uno de
nosotros sólo será justo y hará él también lo propio suyo en cuanto cada una de
las cosas que en él hay haga lo que le es propio.
-Bien de cierto -dijo-, hay que tenerlo presente.
-¿Y no es a lo racional a quien compete el gobierno,
por razón de su prudencia y de la previsión que ejerce sobre el alma toda, así
como a lo irascible el ser su súbdito y aliado?
-Enteramente.
-¿Y no será, como decíamos, la combinación de la
música y la gimnástica la que pondrá a los dos en acuerdo, dando tensión a lo
uno y nutriéndolo con buenas palabras y enseñanzas y haciendo con sus consejos
que el otro remita y aplacándolo con la armonía y el ritmo?
-Bien seguro -dijo.
-Y estos dos, así criados yverdaderamente instruidos
y educados en lo suyo, se impondrán a lo concupiscible, que, ocupando la mayor
parte del alma de cada cual, es por naturaleza insaciable de bienes; al cual
tienen que vigilar, no sea que, repleto de lo que llamamos placeres del cuerpo, se
haga grande y fuerte y, dejando de obrar lo propio suyo, trate de esclavizar y
gobernar a aquello que por su clase no le corresponde y trastorne enteramente
la vida de todos.
-No hay duda -dijo.
-¿Y no serán también estos dos -dije yo- los que mejor
velen por el alma toda y por el cuerpo contra los enemigos de fuera, el uno
tomando determinaciones, el otro luchando en seguimiento del que manda y
ejecutando con su valor lo determinado por él?
-Así es.
-Y, según pienso, llamaremos a cada cual valeroso
por razón de este segundo elemento, cuando, a través de dolores y placeres, lo
irascible conserve el juicio de la razón sobre lo que es temible y sobre lo que
no lo es.
-Exactamente -dijo.
-Y le llamaremos prudente por aquella su pequeña
porción que mandaba en él y daba aquellos preceptos, ya que ella misma tiene
entonces en sí la ciencia de lo conveniente para cada cual y para la comunidad
entera con sus tres partes.
-Sin duda ninguna.
-¿Y qué más? ¿No lo llamaremos temperante por el
amor y armonía de éstas cuando lo que gobierna y lo que es gobernado convienen
en que lo racional debe mandar y no se sublevan contra ello?
-Eso y no otra cosa es la templanza -dijo-, lo mismo
en la ciudad que en el particular.
-Y será asimismo justo por razón de aquello que tantas
veces hemos expuesto.
-Forzosamente.
-¿Y qué? -dije-. ¿No habrá miedo de que se nos oscurezca
en ello la justicia y nos parezca distinta de aquella que se nos reveló en la
ciudad?
-No lo creo -replicó.
-Hay un medio -observé- de que nos afirmemos enteramente,
si es que aún queda vacilación en nuestra alma: bastará con aducir ciertas
normas corrientes.
-¿Cuáles son?
-Por ejemplo, si tuviéramos que ponernos de acuerdo
acerca de la ciudad de que hablábamos y del varón que por naturaleza y crianza
se asemeja a ella, ¿nos parecería que el tal, habiendo recibido un depósito de
oro o plata, habría de sustraerlo? ¿Quién dirías que habría de pensar que lo
había hecho él antes que los que no sean de su condición?
-Nadie -contestó.
-¿Y así, estará nuestro hombre bien lejos de cometer
sacrilegios, robos o traiciones privadas o públicas contra los amigos o contra
las ciudades?
-Bien lejos.
-Y no será infiel en modo alguno ni a sus juramentos
ni a sus otros acuerdos.
-¿Cómo habría de serlo?
-Y los adulterios, el abandono de los padres y el menosprecio
de los dioses serán propios de otro cualquiera, pero no de él.
-De otro cualquiera, en efecto -contestó.
-¿Y la causa de todo eso no es que cada una de las
cosas que hay en él hace lo suyo propio tanto en lo que toca a gobernar como
en lo que toca a obedecer?
-Esa y no otra es la causa.
-¿Tratarás, pues, de averiguar todavía si la
justicia es cosa distinta de esta virtud que produce tales hombres y tales
ciudades?
-No, por Zeus -dijo.
XVII. -Cumplido está, pues, enteramente nuestro ensueño:
aquel presentimiento que referíamos de que, una vez que empezáramos a fundar
nuestra ciudad, podríamos, con la ayuda de algún dios, encontrar un cierto
principio e imagen de la justicia.
-Bien de cierto.
-Teníamos, efectivamente, Glaucón, una cierta semblanza
de la justicia, que, por ello, nos ha sido de provecho: aquello de que quien
por naturaleza es zapatero debe hacer zapatos y no otra cosa, y el que
constructor, construcciones, y así los demás.
-Tal parece.
-Y en realidad la justicia parece ser algo así, pero
no en lo que se refiere a la acción exterior del hombre, sino a la interior
sobre sí mismo y las cosas que en él hay; cuando éste no deja que ninguna de
ellas haga lo que es propio de las demás ni se interfiera en las actividades de
los otros linajes que en el alma existen, sino, disponiendo rectamente sus
asuntos domésticos, se rige y ordena y se hace amigo de sí mismo y pone de
acuerdo sus tres elementos exactamente como los tres términos de una armonía,
el de la cuerda grave, el de la alta, el de la media y cualquiera otro que pueda haber entremedio; y después de enlazar
todo esto y conseguir de esta variedad su propia unidad, entonces es cuando,
bien templado y acordado, se pone a actuar así dispuesto ya en la adquisición
de riquezas, ya en el cuidado de su cuerpo, ya en la política, ya en lo que
toca a sus contratos privados, y en todo esto juzga y denomina justa y buena a
la acción que conserve y corrobore ese estado y prudencia al conocimiento que
la presida y acción injusta, en cambio, a la que destruya esa disposición de
cosas e ignorancia a la opinión que la rija.
-Verdad pura es, Sócrates, lo que dices -observó.
-Bien -repliqué-; creo que no se diría que mentíamos
si afirmáramos que habíamos descubierto al hombre justo y a la ciudad justa y
la justicia que en ellos hay.
-No, de cierto, por Zeus -dijo.
-¿Lo afirmaremos, pues?
-Lo afirmaremos.
XVIII. -Bien -dije-, después de esto creo que hemos
de examinar la injusticia.
-Claro está.
-¿No será necesariamente una sedición de aquellos
tres elementos, su empleo en actividades diversas y ajenas y la sublevación de
una parte contra el alma toda para gobernar en ella sin pertenecerle el mando,
antes bien, siendo esas partes tales por su naturaleza que a la una le convenga
estar sometida y a la otra no, por ser especie regidora? Algo así diríamos,
creo yo, y añadiríamos que la perturbación y extravío de estas especies es
injusticia e indisciplina y vileza e ignorancia, y, en suma, total perversidad.
-Eso precisamente -dijo.
-Así, pues -dije yo-, el hacer cosas injustas, el
violar la justicia e igualmente el obrar conforme a ella ¿son cosas todas que
ahora distinguimos ya con claridad si es que hemos distinguido la injusticia y
la justicia?
-¿Cómo es ello?
-Porque en realidad -dije- en nada difieren de las
cosas sanas ni de las enfermizas, ellas en el alma como éstas en el cuerpo.
-¿De qué modo? -preguntó.
-Las cosas sanas producen salud, creo yo; las
enfermizas, enfermedad.
-Sí.
-¿Y el hacer cosas justas no produce justicia y el
obrar injustamente injusticia?
-Por fuerza.
-Y el producir salud es disponer los elementos que
hay en el cuerpo de modo que dominen o sean dominados entre sí conforme a
naturaleza; y el producir enfermedad es hacer que se manden u obedezcan unos a
otros contra naturaleza.
-Así es.
-¿Y el producir justicia -dije- no es disponer los
elementos del alma para que dominen o sean dominados entre sí conforme a
naturaleza; y el producir injusticia, el hacer que se manden u obedezcan unos a
otros contra naturaleza?
-Exactamente -replicó.
-Así, pues, según se ve, la virtud será una cierta
salud, belleza y bienestar del alma; y el vicio, enfermedad, fealdad y
flaqueza de la misma.
-Así es.
-¿Y
no es cierto que las buenas prácticas llevan a la consecución de la virtud y
las vergonzosas a la del vicio?
-Por
fuerza.
XIX.
-Ahora nos queda, según parece, investigar si conviene obrar justamente,
portarse bien y ser justo, pase o no inadvertido el que tal haga, o cometer
injusticia y ser injusto con tal de no pagar la pena y verse reducido a mejorar por el castigo.
-Pues
a mí, ¡oh, Sócrates! -dijo-, me parece ridícula esa investigación si resulta
que, creyendo, como creemos, que no se puede vivir una vez trastornada y
destruida la naturaleza del cuerpo, aunque se tengan todos los alimentos y
bebidas y toda clase de riquezas y poder, se va a poder vivir cuando se
trastorna y pervierte la naturaleza de aquello por lo que vivimos, haciendo el
hombre cuanto le venga en gana excepto lo que le puede llevar a escapar del
vicio y a conseguir la justicia y la virtud. Esto suponiendo que una y otra se
revelen tales como nosotros hemos referido.
-Ridículo
de cierto -dije-, pero, de todos modos, puesto que hemos llegado a punto en que
podemos ver con la máxima claridad que esto es así, no hemos de renunciar a
ello por cansancio.
-No,
en modo alguno, por Zeus -replicó-; no
hay que renunciar.
-Atiende
aquí, pues -dije-, para que veas cuántas son las especies que, a mi parecer, tiene
el vicio: por lo menos las más dignas de consideración.
-Te
sigo atentamente -repuso él-. Ve diciendo.
-Pues
bien -dije-, ya que hemos subido a estas alturas de la discusión, se me muestra
como desde una atalaya que hay una sola especie de virtud e innumerables de vicio;
bien que de estas últimas son cuatro las más dignas de mencionarse.
-¿Cómo
lo entiendes? -preguntó.
-Cuantos
son los modos de gobierno con forma propia -dije-, tantos parece que son los
modos del alma.
-¿Cuántos?
-Cinco
-contesté-, los de gobierno; cinco, los del alma.
-Dime
cuáles son -dijo.
-Afirmo
-dije- que una manera de gobierno es aquella de que nosotros hemos discurrido,
la cual puede recibir dos denominaciones; cuando un hombre solo se distingue
entre los gobernantes, se llamará reino, y cuando son muchos, aristocracia.
-Verdad
es -dijo.
-A
esto lo declaro como una sola especie -observé-; porque, ya sean muchos, ya uno
solo, nadie tocará a las leyes importantes de la ciudad si se atiene a la
crianza y educación que hemos referido.
-No
es creíble -contestó.
Llibre VII 514b – 520a
VII
I.
-Y a continuación -seguí- compara con la siguiente escena el estado en que, con
respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza.
Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta
a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna y unos hombres que
están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello de modo que
tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las
ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que
arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino
situado en alto; y a lo largo del camino suponte que ha sido construido un
tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el
público, por encima de las cuales exhiben aquéllos sus maravillas.
-Ya
lo veo -dijo.
-Púes
bien, contempla ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan
toda clase de objetos cuya
altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos
portadores habrá, como es natural,
unos que vayan hablando y otros que estén callados.
-Qué
extraña escena describes -dijo- y qué extraños pioneros!
-Iguales
que nosotros -dije-, porque, en primer lugar ¿crees que los que están así han
visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la
caverna que está frente a ellos?
-¡Cómo
-dijo-, si durante toda su vida han sido obligados
a mantener inmóviles las cabezas?
-¿Y
de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?
-¿Qué
otra cosa van a ver?
-Y,
si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar
refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos?
Forzosamente.
-¿Y
si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que hablara alguno de
los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar?
-No,
¡por Zeus! -dijo.
-Entonces
no hay duda -dije yo- de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa
más que las sombras de los objetos fabricados.
-Es enteramente forzoso -dijo.
-Examina, pues -dije-, qué pasaría si fueran liberados
de sus cadenas y curados de su ignorancia y si, conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos
fuera desatado y obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a
andar y a mirar a la luz y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por
causa de las chiribitas, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras
veía antes, ¿qué crees que contestaría si le dijera alguien que antes no veía
más que sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose más cerca de la realidad
y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si
fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus
preguntas acerca de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y
que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que
entonces se le mostraba?
-Mucho más -dijo.
II. -Y, sise le obligara a fijar su vista en la luz
misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se escaparía volviéndose hacia
aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría que éstos son
realmente más claros que los que le muestran?
-Así es -dijo.
-Y, si se lo llevaran de allí a la fuerza -dije-,
obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no le dejaran antes de
haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a
mal el ser arrastrado y, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos
de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora
llamamos verdaderas?
-No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento.
-Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar
a ver las cosas de arriba. Lo que vería más fácilmente serían, ante todo, las
sombras, luego, las imágenes de hombres y de otros objetos reflejados en las
aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el
contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en
la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es
propio.
-¿Cómo no?
-Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus
imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar ajeno a él, sino el propio
sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que él estaría en
condiciones de mirar y contemplar.
-Necesariamente -dijo.
-Y, después de esto, colegiría ya con respecto al
sol que es él quien produce las estaciones y los años y gobierna
todo lo de la región visible y es, en cierto modo, el autor de todas aquellas
cosas que ellos veían.
-Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a
pensar en eso otro.
-¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación
y de la ciencia de allí y de sus antiguos compañeros de cárcel, ¿no crees que
se consideraría feliz por haber cambiado y que les compadecería a ellos?
Efectivamente.
-Y, si hubiese habido entre ellos algunos honores o
alabanzas o recompensas que concedieran los unos a aquellos otros que, por
discernir con mayor penetración las sombras que pasaban y acordarse mejor de cuáles
de entre ellas eran las que solían pasar delante o detrás o junto con otras,
fuesen más capaces que nadie de profetizar, basados en ello, lo que iba a
suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que envidiaría a
quienes gozaran de honores y poderes entre aquéllos, o bien que le ocurriría
lo de Homero, es decir, que preferiría decididamente «ser siervo en el campo
de cualquier labrador sin caudal» o sufrir cualquier otro destino
antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?
-Eso
es lo que creo yo -dijo-: que preferiría cualquier otro destino antes que
aquella vida.
-Ahora
fíjate en esto -dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo
asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas como a quien deja
súbitamente la luz del sol?
-Ciertamente
-dijo.
-Y,
si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido constantemente
encadenados, opinando acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele
asentado todavía los ojos, ve con dificultad -y no sería muy corto el tiempo
que necesitara para acostumbrarse-, ¿no daría que reír y no se diría
de él que, por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que
no vale la pena ni aun de intentar una semejante ascensión? ¿Y no matarían, si
encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien intentara desatarles y
hacerles subir?
-Claro
que sí-dijo.
III.
-Pues bien -dije-, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh, amigo
Glaucón!, a lo que se ha dicho antes; hay que comparar la región revelada por
medio de la vista con la vivienda-prisión y la luz del fuego que hay en ella
con el poder del sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la
contemplación de las cosas de éste, si las comparas con la ascensión del alma
hasta la región inteligible no errarás con respecto a mi vislumbre, que es lo
que tú deseas conocer y que sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo
cierto. En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo
último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez
percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que
hay en todas las cosas, que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el
inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que
tiene por fuerza que verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada
o pública.
-También
yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo.
-Pues
bien -dije-, dame también la razón en esto otro: no te extrañes de que los que
han llegado a ese punto no quieran ocuparse en asuntos humanos; antes bien,
sus almas tienden siempre a permanecer en las alturas, y es natural, creo yo,
que así ocurra, al menos si también esto concuerda con la imagen de que se ha
hablado.
-Es
natural, desde luego -dijo.
-¿Y
qué? ¿Crees -dije yo- que haya que extrañarse de que, al pasar un hombre de las
contemplaciones divinas a las miserias humanas, se muestre torpe y sumamente
ridículo cuando, viendo todavía mal y no hallándose aún suficientemente acostumbrado a las tinieblas que le rodean, se ve
obligado a discutir, en los tribunales o en otro lugar cualquiera, acerca de
las sombras de lo justo o de las imágenes de que son ellas reflejo y a
contender acerca del modo en que interpretan estas cosas los que jamás han
visto la justicia en sí?
-No es nada extraño -dijo.
-Antes bien -dije-, toda persona razonable debe recordar
que son dos las maneras y dos las causas por las cuales se ofuscan los ojos: al
pasar de la luz a la tiniebla y al pasar de la tiniebla a la luz. Y, una vez
haya pensado que también le ocurre lo mismo al alma, no se reirá insensatamente
cuando vea a alguna que, por estar ofuscada, no es capaz de discernir los
objetos, sino que averiguará si es que, viniendo de una vida más luminosa, está
cegada por falta de costumbre o si, al pasar de una mayor ignorancia a una
mayor luz, se ha deslumbrado por el exceso de ésta; y así considerará dichosa a
la primera alma, que de tal manera se conduce y vive, y compadecerá a la otra,
o bien, si quiere reírse de ella, esa su risa será menos ridícula que si se
burlara del alma que desciende de la luz.
-Es muy razonable -asintió- lo que dices.
IV -Es necesario, por tanto -dije-, que, si esto es
verdad, nosotros consideremos lo siguiente acerca de ello: que la educación no
es tal como proclaman algunos que es.
En efecto, dicen, según creo, que ellos proporcionan ciencia al alma que no la
tiene del mismo modo que si infundieran vista a unos ojos ciegos.
-En efecto, así lo dicen -convino.
-Ahora bien, la discusión de ahora -dije- muestra
que esta facultad, existente en el alma de cada uno, y el órgano con que cada
cual aprende deben volverse, apartándose de lo que nace, con el alma
entera -del mismo modo que el ojo no es capaz de volverse hacia la luz, dejando
la tiniebla, sino en compañía del cuerpo entero- hasta que se hallen en
condiciones de afrontar la contemplación del ser e incluso de la parte más brillante
del ser, que es aquello a lo que llamamos bien. ¿No es eso?
-Eso es.
-Por consiguiente -dije- puede haber un arte de descubrir
cuál será la manera más fácil y eficaz para que este órgano se vuelva; pero no
de infundirle visión, sino de procurar que se corrija lo que, teniéndola ya, no
está vuelto adonde debe ni mira adonde es menester.
-Tal parece -dijo.
-Y así, mientras las demás virtudes, las llamadas
virtudes del alma, es posible que sean bastante parecidas a las del cuerpo
-pues, aunque no existan en un principio, pueden realmente ser más tarde
producidas por medio de la costumbre y el ejercicio-, en la del conocimiento se
da el caso de que parece pertenecer a algo ciertamente más divino que jamás
pierde su poder y que, según el lugar a que se vuelva, resulta útil y
ventajoso o, por el contrario, inútil y nocivo. ¿O es que no has observado con
cuánta agudeza percibe el alma miserable de aquellos de quienes se dice que son
malos, pero inteligentes, y con qué penetración discierne aquello hacia lo cual
se vuelve, porque no tiene mala vista y está obligada a servir a la maldad, de
manera que, cuanto mayor sea la agudeza de su mirada, tantos más serán los
males que cometa el alma?
-En efecto -dijo.
-Pues bien -dije yo-, si el ser de tal naturaleza
hubiese sido, ya desde niño, sometido a una poda y extirpación de esa especie
de excrecencias plúmbeas, emparentadas con la generación, que, adheridas por
medio de la gula y de otros placeres y apetitos semejantes, mantienen vuelta
hacia abajo la visión del alma; si, libre ésta de ellas, se volviera de cara a
lo verdadero, aquella misma alma de aquellos mismos hombres lo vería también
con la mayor penetración de igual modo que ve ahora aquello hacia lo cual está
vuelta.
-Es natural -dijo.
-¿Y qué? -dije yo-. ¿No es natural y no se sigue
forzosamente de lo dicho que ni los ineducados y apartados de la verdad son
jamás aptos para gobernar una ciudad ni tampoco aquellos a los que se permita
seguir estudiando hasta el fin; los unos, porque no tienen en la vida ningún
objetivo particular apuntando al cual deberían obrar en todo cuanto hiciesen
durante su vida pública y privada y los otros porque, teniéndose por
transportados en vida a las islas de los bienaventurados, no consentirán en
actuar?
-Es cierto -dijo.
-Es, pues, labor nuestra -dije yo-, labor de los
fundadores, el obligar a las mejores naturalezas a que lleguen al conocimiento
del cual decíamos antes que era el más excelso y vean el bien y verifiquen la
ascensión aquella; y, una vez que, después de haber subido, hayan gozado de una
visión suficiente, no permitirles lo que ahora les está permitido.
-¿Y qué es ello?
-Que se queden allí -dije- y no accedan a bajar de
nuevo junto a aquellos prisioneros ni a participar en sus trabajos ni tampoco
en sus honores, sea mucho o poco lo que éstos valgan.
-Pero entonces -dijo-, ¿les perjudicaremos y haremos
que vivan peor siéndoles posible el vivir mejor?
V -Te has vuelto a olvidar, querido amigo -dije-, de
que a la ley no le interesa nada que haya en la ciudad una clase que goce de
particular felicidad, sino que se esfuerza por que ello le suceda a la ciudad
entera y por eso introduce armonía entre los ciudadanos por medio de la
persuasión o de la fuerza, hace que unos hagan a otros partícipes de los
beneficios con que cada cual pueda ser útil a la comunidad y ella misma forma
en la ciudad hombres de esa clase, pero no para dejarles que cada uno se vuelva
hacia donde quiera, sino para usar ella misma de ellos con miras a la
unificación del Estado.
-Es verdad -dijo-. Me olvidé de ello.
-Pues ahora -dije- observa, ¡oh, Glaucón!, que tampoco
vamos a perjudicar a los filósofos que haya entre nosotros, sino a obligarles,
con palabras razonables, a que se cuiden de los demás y les protejan. Les
diremos que
es natural que las gentes tales que haya en las demás ciudades no participen de
los trabajos de ellas, porque se forman solos, contra la voluntad de sus
respectivos gobiernos, y, cuando alguien se forma solo y no debe a nadie su
crianza, es justo que tampoco se preocupe de reintegrar a nadie el importe de
ella. Pero a vosotros os hemos engendrado nosotros, para vosotros mismos y para
el resto de la ciudad, en calidad de jefes y reyes, como los de las colmenas,
mejor y más completamente educados que aquéllos y más capaces, por tanto, de
participar de ambos aspectos. Tenéis, pues, que ir bajando uno tras
otro a la vivienda de los demás y acostumbraros a ver en la oscuridad. Una vez
acostumbrados, veréis infinitamente mejor que los de allí y conoceréis lo que
es cada imagen
y de
qué lo es, porque habréis visto ya la verdad con respecto a lo bello y a lo
justo y a lo bueno. Y así la ciudad nuestra y vuestra vivirá a la luz del día
y no entre sueños,
como viven ahora la mayor parte de ellas por obra de quienes luchan unos con
otros por vanas sombras o se disputan el mando como si éste fuera algún gran
bien. Mas la verdad es, creo yo, lo siguiente: la ciudad en que estén menos
ansiosos por ser gobernantes quienes hayan de serlo, ésa ha de ser forzosamente
la que viva mejor y con menos disensiones que ninguna; y la que tenga otra
clase de gobernantes, de modo distinto.
-Efectivamente
-dijo.
-¿Crees,
pues, que nos desobedecerán los pupilos cuando oigan esto y se negarán a
compartir por turno los trabajos de la comunidad viviendo el mucho tiempo restante
todos juntos y en el mundo de lo puro?
-Imposible
-dijo-. Pues son hombres justos a quienes ordenaremos cosas justas. Pero no hay
duda de que cada uno de ellos irá al gobierno como a algo inevitable al revés
que quienes ahora gobiernan en las distintas ciudades.
Llibre VII 532b –
535a
-Entonces,
¡oh, Glaucón! -dije-, ¿no tenemos ya aquí la melodía misma que el arte
dialéctico ejecuta? La cual, aun siendo inteligible, es imitada por la facultad
de la vista, de la que decíamos que intentaba ya
mirar a los propios animales y luego a los propios astros y por fin, al mismo
sol. E igualmente, cuando uno se vale de la
dialéctica para intentar dirigirse, con ayuda de la razón y sin intervención
de ningún sentido, hacia lo que es cada cosa en sí y cuando
no desiste hasta alcanzar, con el solo auxilio de la inteligencia, lo que es
el bien en sí, entonces llega ya al término mismo de la inteligible del mismo
modo que aquél llegó entonces al de lo visible.
Exactamente
-dijo.
-¿Y
qué? ¿No es este viaje lo que llamas dialéctica?
-¿Cómo
no?
-Y
el liberarse de las cadenas -dije yo- y volverse de las sombras hacia las imágenes y el fuego y ascender desde la
caverna hasta el lugar iluminado por el sol y no
poder allí mirar todavía a los animales ni a las plantas ni a la luz
solar, sino únicamente a los reflejos divinos que se ven en las aguas y a las sombras de seres
reales, aunque no ya a las sombras de imágenes proyectadas por otra luz que,
comparada con el sol, es semejante a ellas; he aquí los efectos que produce
todo ese estudio de las ciencias que hemos enumerado, el cual eleva a la mejor
parte del alma hacia la contemplación del mejor de los seres del mismo modo
que antes elevaba a la parte más perspicaz del cuerpo hacia la contemplación de
lo más luminoso que existe en la región material y visible.
-Por
mi parte -dijo- así lo admito. Sin embargo me parece algo sumamente difícil de
admitir, aunque es también dificil por otra parte el rechazarlo. De todos
modos, como no son cosas que haya de ser oídas solamente en este momento, sino
que habrá de volver a ellas otras muchas veces, supongamos
que esto es tal como ahora se ha dicho y vayamos a la melodía en sí y
estudiémosla del mismo modo que lo hemos hecho con el proemio. Dinos, pues,
cuál es la naturaleza de la facultad dialéctica y en cuántas especies se divide
y cuáles son sus caminos, porque éstos parece que van por fin a ser los que
conduzcan a aquel lugar una vez llegados al cual podamos descansar de nuestro
viaje ya terminado.
-Pero
no serás ya capaz de seguirme,
querido
Glaucón -dije-, aunque no por falta de buena voluntad por mi parte; y entonces
contemplarlas, no ya la imagen de lo que decimos, sino la verdad en sí o al
menos lo que yo entiendo por tal. Será así o no lo será, que sobre eso no vale
la pena de discutir; pero lo que sí se puede mantener es que hay algo
semejante que es necesario ver. ¿No es eso?
-¿Cómo
no?
¿No
es verdad que la facultad dialéctica es la única que puede mostrarlo a quien
sea conocedor de lo que ha poco enumerábamos y no es posible llegar a ello por
ningún otro medio?
-También
esto merece ser mantenido -dijo.
-He
aquí una cosa al menos -dije yo- que nadie podrá firmar contra lo que decimos,
y es que exista otro método que intente, en todo caso y con respecto a cada
cosa en sí, aprehender de manera sistemática lo que es cada una de ellas. Pues
casi todas las demás artes versan o sobre las opiniones y deseos de los hombres
o sobre los nacimientos y fabricaciones, o bien están dedicadas por entero al
cuidado de las cosas nacidas y fabricadas. Y las restantes, de las que
decíamos que aprehendían algo de lo que existe, es decir, la geometría y las
que le siguen, ya vemos que no hacen más que soñar con lo que existe, pero que
serán incapaces de contemplarlo en vigilia mientras, valiéndose de hipótesis,
dejen éstas intactas por no poder dar cuenta de ellas. En efecto, cuando el
principio es lo que uno sabe y la conclusión y parte intermedia están
entretejidas con lo que uno no conoce, ¿qué posibilidad existe de que una semejante
concatenación llegue jamás a ser conocimiento?
-Ninguna
-dijo.
XIV -Entonces -dije yo- el método dialéctico es el
único que, echando abajo las hipótesis, se encamina hacia el principio mismo
para pisar allí terreno firme; y al ojo del alma, que está verdaderamente sumido
en un bárbaro lodazal lo atrae con suavidad v lo eleva alas alturas, utilizando como
auxiliares en esta labor de atracción a las artes hace poco enumeradas, que,
aunque por rutina las hemos llamado muchas veces conocimientos, necesitan otro
nombre que se pueda aplicar a algo más claro que la opinión, pero más oscuro
que el conocimiento. En algún momento anterior empleamos la palabra
«pensamiento»; pero no me parece a mí que deban discutir por los nombres
quienes tienen ante sí una investigación sobre cosas tan importantes como
ahora nosotros.
-No, en efecto -dijo.
-Pero ¿bastará con que el alma emplee solamente
aquel nombre que en algún modo haga ver con claridad la condición de la cosa?
-Bastará.
-Bastará, pues -dije yo-, con llamar, lo mismo que
antes, a la primera parte, conocimiento; a la segunda, pensamiento; a la
tercera, creencia, e imaginación a la cuarta. Y a estas dos últimas juntas,
opinión; y a aquellas dos primeras juntas, inteligencia. La opinión se refiere
a la generación, y la inteligencia, a la esencia; y lo que es la esencia con
relación a la generación, lo es la inteligencia con relación a la opinión, y lo
que la inteligencia con respecto a la opinión, el conocimiento con respecto a
la creencia y el pensamiento con respecto a la imaginación.
En cuanto a la correspondencia de aquello a que
estas cosas se refieren y a la división en dos partes de cada una de las dos
regiones, la sujeta a opinión y la inteligible, dejémoslo, ¡oh, Glaucón!, para
que no nos envuelvan en una discusión muchas veces más larga que la anterior.
-Por mi parte -dijo- estoy también de acuerdo con
estas otras cosas en el grado en que puedo seguirte.
-¿Y llamas dialéctico al que adquiere noción de la
esencia de cada cosa? Y el que no la tenga, ¿no dirás que
tiene tanto menos conocimiento de algo cuanto más incapaz sea de darse cuenta
de ello a sí mismo o darla a los demás?
-¿Cómo no voy a decirlo? -replicó.
-Pues con el bien sucede lo mismo. Si hay alguien
que no pueda definir con el razonamiento la idea del bien separándola de todas
las demás ni abrirse paso, como en una batalla, a través de todas las críticas,
esforzándose por fundar sus pruebas no en la apariencia, sino en la esencia,
ni llegar al término de todos estos obstáculos con su argumentación invicta,
¿no dirás, de quien es de ese modo, que no conoce el bien en sí ni ninguna otra
cosa buena, sino que, aun en el caso de que tal vez alcance alguna imagen del
bien, la alcanzará por medio de la opinión, pero no del conocimiento; y que en
su paso por esta vida no hace más que soñar, sumido en un sopor de que no
despertará en este mundo, pues antes ha de marchar al Hades para dormir allí
un sueño absoluto?
-Sí, ¡por Zeus! -exclamó-; todo eso lo diré, y
con todas mis fuerzas.
-Entonces, si algún día hubieras de educar en realidad
a esos tus hijos imaginarios a quienes ahora educas e instruyes, no les
permitirás, creo yo, que sean gobernantes de la ciudad ni dueños de lo más
grande que haya en ella mientras estén privados de razón como líneas irracionales.
-No, en efecto -dijo.
-¿Les prescribirás, pues, que se apliquen particularmente
a aquella enseñanza que les haga capaces de preguntar y responder con la
máxima competencia posible?
-Se lo prescribiré -dijo-, pero de acuerdo contigo.
-¿Y no crees -dije yo- que tenemos la dialéctica en
lo más alto, como una especie de remate de las demás enseñanzas, y que no hay
ninguna otra disciplina que pueda ser justamente colocada por encima de ella, y
que ha terminado ya lo referente a las enseñanzas?
-Sí que lo creo -dijo.
XV -Pues bien -dije yo-, ahora te falta designara
quiénes hemos de dar estas enseñanzas y de qué manera.
-Evidente -dijo.
-¿Te acuerdas de la primera elección de gobernantes
y de cuáles eran los que elegimos?
-¿Cómo no? -dijo.
-Entonces -dije- considera que son aquéllas las naturalezas
que deben ser elegidas también en otros aspectos. En efecto, hay que preferir a
los más firmes y a los más valientes, y, en cuanto sea posible, a los más
hermosos. Además hay que buscarlos tales que no sólo sean generosos y viriles
en sus caracteres, sino que tengan también las.prendas naturales adecuadas a
esta educación.
¿Y cuáles dispones que sean?
-Es necesario, ¡oh, bendito amigo! -dije-, que haya
en ellos vivacidad para los estudios y que no les sea dificil aprender. Porque
las almas flaquean mucho más en los estudios arduos que en los ejercicios
gimnásticos, pues les afecta más una fatiga que les es propia y que no comparten
con el cuerpo.
Cierto -dijo.
-Y hay que buscar personas memoriosas, infatigables y amantes de toda clase de trabajos. Y si no, ¿cómo crees que iba
nadie a consentir en realizar, además de los trabajos corporales, un semejante
aprendizaje y ejercicio?
-Nadie lo haría -dijo- ano ser que gozase de todo género
de buenas dotes.
-En efecto, el error que ahora se comete -dije yo- y el descrédito le
han sobrevenido a la filosofía, como antes decíamos, porque los que se le acercan no son dignos de ella, pues no se le
deberían acercar los bastardos, sino los bien nacidos.
-¿Cómo? -dijo.
-En primer lugar -dije yo-, quien se vaya a acercar
a ella no debe ser cojo en cuanto a su amor al trabajo, es decir, amante del
trabajo en la mitad de las cosas y no amante en la otra mitad. Esto sucede cuando uno ama la gimnasia y la caza y
gusta de realizar toda clase de trabajos corporales sin ser, en cambio, amigo
de aprender ni de escuchar ni de investigar, sino odiador de todos los trabajos
de esta especie. Y es cojo también aquel cuyo amor del trabajo se comporta de
modo enteramente opuesto.
-Gran verdad es la que dices -contestó.
-Pues bien -dije yo-, ¿no consideraremos igualmente
como un alma lisiada con respecto a la verdad a aquella que, odiando la mentira
voluntaria y soportándola con dificultad en sí misma e indignándose sobremanera
cuando otros mienten, sin embargo acepta tranquilamente la involuntaria y no
se disgusta si alguna vez es sorprendida en delito de ignorancia, antes bien,
se revuelca a gusto en ella como una bestia porcina?