Es tracta del text de Mill de la Selectivitat.
Del Utilitarismo Secció III i IV del Utilitarismo.
EL UTILITARISMO
John Stuart Mill
Chantal López y Omar Cortés
Biblioteca virtual Antorcha, 2004
J.S. MILL
El Utilitarismo
CAPÍTULO III
De la última sanción del principio de utilidad
Con relación a cualquier criterio moral, suelen hacerse justificadamente las siguientes preguntas: ¿Cuál es su sanción?, ¿cuáles son los motivos para obedecerlo?, o, más concretamente, ¿cuál es la fuente de su obligación?, ¿de dónde se deriva su fuerza obligatoria? Es parte esencial de una filosofía moral proporcionar la respuesta a esta cuestión, que, aunque frecuentemente asume el aspecto de una objeción a la moral utilitaria, como si tuviera una aplicabilidad especial a las otras, surge en realidad con relación a todos los criterios. Surge, en efecto, siempre que una persona es llamada a adoptar un criterio, o a reducir la moralidad a una base sobre la cual no esté acostumbrada a apoyarla. Porque la moralidad de las costumbres, consagrada por la educación y la opinión, es la única que se presenta ante la mente con la sensación de ser obligatoria en sí misma. Y cuando se pide a una persona que crea que la moralidad deriva su obligación de algún principio general que las costumbres no han rodeado con el mismo halo, el aserto le parece paradójico; los supuestos corolarios parecen tener más fuerza obligatoria que el teorema original; la superestructura parece mantenerse mejor sin lo que se presenta como fundamento suyo que con él. Esa persona se dice: yo siento que estoy obligado a no robar, ni matar, a no traicionar ni engañar; pero ¿por qué estoy obligado a promover la felicidad general? Si mi propia felicidad consiste en otra cosa, ¿por qué no le voy a dar la preferencia?
Si la interpretación de la naturaleza del sentido moral adoptada por la filosofía utilitarista es correcta, esta dificultad se presentará siempre hasta que las influencias que conforman el carácter moral hayan encontrado en el principio el mismo asidero que han encontrado en algunas de sus consecuencias. Hasta que con el mejoramiento de la educación el sentimiento de nuestra unión con el prójimo arraigue (lo cual no se negará fue la intención de Cristo) tan profundamente en nuestro carácter y en nuestra conciencia, que es parte de nuestra naturaleza, como el horror al crimen está enraizado ordinariamente en todo joven bien educado.
Entretanto, la dificultad no afecta particularmente al principio de utilidad, sino que es inherente a todo intento de analizar la moralidad y reducirla a principios. Lo cual, a menos que el principio se encuentre ya en la mente investido de un carácter tan sagrado como cualquiera de sus aplicaciones, siempre parece desposeer a éstas de una parte de su santidad.
El principio de utilidad posee todas las sanciones que pertenecen a cualquier otro sistema de moral, o no hay ninguna razón para que no las posea. Esas sanciones son internas o externas. De las externas no es necesario hablar con extensión. Son la esperanza del favor y el temor al disgusto de nuestro prójimo o del Legislador del Universo, además de cualquier simpatía o afecto hacia aquél, o de amor y respeto hacia Este, que nos inclinan a hacer su voluntad independientemente de las consecuencias personales de nuestra conducta. Evidentemente, no hay razón para que todos esos motivos no nos liguen a la moral utilitaria tan completa y tan fuertemente como a cualquier otra. En realidad, todos los que los refieren al prójimo están seguros de hacerlo en proporción al total de la inteligencia general porque, haya o no una base de obligación moral distinta de la felicidad, los hombres desean la felicidad, y, por imperfecta que sea su propia conducta, desean y alaban que los otros observen hacia ellos mismos la clase de conducta por la cual creen que se promueve la felicidad. En cuanto a los motivos religiosos, si los hombres creen en la bondad de Dios, como la mayoría declara, los que piensan que la tendencia a la felicidad general es la esencia, o aun sólo el criterio, de lo bueno, deben creer que es también lo que Dios aprueba. Por tanto, toda la fuerza de los premios y castigos externos, sean físicos o morales, y procedan de Dios o del prójimo, se combina con toda la devoción desinteresada hacia Dios o el prójimo de que es capaz la naturaleza humana. Esto refuerza la moral utilitarista, proporcionalmente al grado de reconocimiento que a dicha moral se concede. Cuanto mayor sea este reconocimiento, más tenderán hacia su fin las aplicaciones de la educación y de la cultura general.
Así, en lo que se refiere a las sanciones externas. La sanción interna del deber, cualquiera que sea el criterio del deber, es una y la misma: un sentimiento de nuestra propia conciencia, un dolor más o menos intenso ajeno a la violación del deber, que surge en las naturalezas con educación moral apropiada y, en los casos más serios, les hace retroceder como ante una imposibilidad. Este sentimiento, cuando es desinteresado y se vincula a la idea del puro deber, no a alguna de sus formas particulares, o a cualquier circunstancia meramente accesoria, constituye la esencia de la conciencia. Sin embargo, en ese complejo fenómeno, tal como efectivamente se da, el hecho simple se encuentra ligado generalmente a asociaciones colaterales derivadas de la simpatía, del amor o, aun mejor, del miedo; de toda clase de sentimientos religiosos; de los recuerdos de la infancia y de toda nuestra vida pasada; de la propia estimación, del deseo de ser estimado por los demás, y en ocasiones, incluso de la humildad. Pienso que esta extremada complicación es el origen de ese carácter místico que se atribuye a la idea de obligación moral, debido a una tendencia de la mente humana, de la cual tenemos otros muchos ejemplos, y que induce a la gente a creer que, por una supuesta ley misteriosa, la idea de obligación moral se vincula únicamente a aquellos objetos que en nuestra experiencia actual aparecen excitándola. Sin embargo, su fuerza obligatoria consiste en la existencia de una masa de sentimientos que tienen que ser rotos para poder hacer lo que viola nuestro criterio del derecho, y que si, a pesar de todo, se rompen, probablemente reaparecerán después bajo la forma del remordimiento. Sea cual fuere nuestra teoría sobre la naturaleza en origen de la conciencia, en esto es en lo que consiste esencialmente.
Por tanto, si la última sanción de toda moralidad es (aparte de los motivos externos) un sentimiento subjetivo de la mente, no veo que la cuestión de cuál sea la sanción de un criterio particular resulte embarazosa para aquellos cuyo criterio es la utilidad. Igual que con todos los demás criterios pueden contestar que la sanción está en los sentimientos conscientes de la humanidad. Indudablemente, la sanción no tiene eficacia para obligar a los que no poseen los sentimientos a que ella apela; pero esas personas tampoco serán más obedientes a otro principio moral distinto del utilitarista. Para ellos, toda cíase de moralidad se basa en las sanciones externas. Mientras tanto, la existencia de ésos sentimientos, y la extraordinaria fuerza con que obran sobre aquellos en quienes han sido debidamente cultivados, constituye un hecho de la naturaleza humana atestiguado por la experiencia. Nunca se ha mostrado la razón de que no puedan cultivarse en conexión con el utilitarismo, con tanta intensidad como con cualquier otro sistema moral.
Ya sé que existe una disposición a creer que la persona que ve en la obligación moral un hecho trascendente, una realidad objetiva perteneciente a la región de las cosas en sí, probablemente la obedecerá más que el que la considera totalmente subjetiva y sin otra sede que la conciencia. Pero, sea cual fuere la opinión de la persona sobre esta cuestión de la ontología, es el propio sentimiento subjetivo el que da la fuerza, y ésta debe medirse por el poder de aquél. Nadie cree con más fuerza en la realidad objetiva del deber que en la de Dios; sin embargo, la creencia en Dios, aparte de la esperanza de un premio y un castigo efectivos, sólo obra sobre la conducta a causa del sentimiento religioso subjetivo, y en proporción a él. La sanción, en tanto sea desinteresada, está siempre en la mente misma. Por tanto, el pensamiento de la moral trascendente debe ser: que la sanción no existirá en la mente mientras no se crea que tiene sus raíces fuera de la mente; y que, si una persona pudiera decirse a sí misma: Esto que me refrena y que yo llamo mi conciencia, es sólo un sentimiento de mi espíritu, extraería la conclusión de que, cuando el sentimiento cesara, cesaría la obligación, y que si el sentimiento no conviniera, podría pasarlo por alto e intentar desembarazarme de él. Pero este peligro ¿será confinado en la moral utilitarista? La creencia de que la obligación moral tiene su sede fuera de la mente, ¿hace que el sentimiento sea demasiado fuerte para poder desembarazarse de él? La realidad es tan distinta, que todos los moralistas admiten y deploran la facilidad con que puede ser silenciada o sofocada la conciencia en la generalidad de las mentes. La cuestión: ¿Es necesario que obedezca a mi conciencia?, suelen planteársela tan repetidamenae las personas que nunca han oido hablar del principio de utilidad, como las adictas a él. Aquellos cuyo sentimiento de la conciencia es tan débil como para permitirles formularse esta pregunta, no obedecen, aunque se contesten afirmativamente, y, si lo hacen, no es por su creencia en la teoría trascendente, sino a causa de las sanciones externas.
Para nuestro propósito, no es necesario decidir si el sentimiento del deber es innato o adquirido. Si se supone que es innato, queda planteada la cuestión de cuál es su objeto natural. Porque los que sostienen esa teoría no están de acuerdo en que la aprehensión intuitiva recaiga sobre los principios de la moralidad y no sobre sus detalles. Si ha de haber algo innato en esa materia, no veo razón para que no exista un sentimierito innato relativo a los placeres y dolores de los demás. Si hubiera algún principio de moral intuitivamente obligatorio, yo diría que es ése. Entonces, la ética intuitiva coincidiría con la utilitaria y no habría más disputas entre ellas. Pero, aun habiéndolas; si los moralistas intuitivos creen que hay otras obligaciones morales, también creen que ésa es una de ellas. En efecto, sostienen unánimemente que una gran parte de la moralidad versa sobre las consideraciones debidas a los intereses del prójimo. Por tanto, si la creencia en el origen trascendente de la obligación moral da alguna eficacia adicional a la sanción interna, me parece que el principio utilitarista puede beneficiarse de ella.
Por otro lado, si, como es mi propia creencia, los sentimientos morales no son innatos, sino adquiridos, no por esa razón son menos naturales. Es natural en el hombre hablar, razonar, construir ciudades y cultivar la tierra, aunque éstas sean facultades adquiridas. Los sentimientos no son, en verdad, una parte de nuestra naturaleza, en el sentido de estar presentes de un modo perceptible en todos nosotros. Pero esto, desgraciadamente, es un hecho admitido por todos los que creen más acérrimamente en su origen trascendente. Como las otras capacidades naturales ya citadas, la facultad moral, si no es una parte de nuestra naturaleza, constituye una consecuencia de ella. Como aquéllas, es capaz, hasta cierto punto, de brotar espontáneamente, y es susceptible de ser cultivada hasta un alto grado de desarrollo. Desgraciadamente, con un uso suficiente de las sanciones externas y de la fuerza de las primeras impresiones, también es susceptible de desarrollo en cualquier otra dirección. Así, apenas hay cosa, por absurda o perversa que sea, a la que, por medio de todas esas influencias, no pueda hacérsela obrar sobre la mente con toda la autoridad de la conciencia. Dudar de que con idénticos medios se podría dar ese mismo poder al principio de utilidad, aunque no tuviera su fundamento en la naturaleza humana, sería cerrar los ojos a toda experiencia.
Pero las asociaciones morales, que son una creación totalmente artificial, al progresar la cultura intelectual, ceden gradualmente a la fuerza disolvente del análisis; y si el sentimiento del deber pareciera igualmente arbitrario al asociarse con la utilidad, si no hubiera en nuestra naturaleza una parte directora, una poderosa clase de sentimientos, que armonizara con esa asociación, que nos hiciera considerarla congénita y nos inclinara no sólo a fomentarla en los otros (para lo cual tenemos abundantes motivos de interés), sino a desarrollarla también en nosotros mismos; si no hubiera, en suma, una base natural de sentimientos para la moralidad utilitaria, podría ocurrir más bien que esa asociación se disolviera también, aun después de haber sido implantada por la educación.
Pero esa poderosa base natural de sentimientos existe; y, una vez reconocido el principio de la felicidad general como criterio moral, constituirá la fortaleza de la moralidad utiIitaria. Este firme fundamento es el de los sentimientos sociales de la humanidad; el deseo de la unión con el prójimo, que ya es un poderoso principio de la naturaleza humana, y, afortunadamente, uno de los que tienden a robustecerse, incluso sin ser inculcado expresamente, sólo por la influencia de los progresos de la civilización. La condición social es así tan natural, tan necesaria y tan habitual para el hombre, que, excepto en circunstancias inusitadas, y por obra de una abstracción voluntaria, nunca puede pensar en sí mismo más que como miembro de un cuerpo; y esta asociación se afianza cada vez más, a medida que la humanidad se separa del estado de independencia salvaje. Por tanto, cualquier condición que sea esencial al estado social, se convierte en una parte cada vez más inseparable de la concepción que tiene toda persona del estado de cosas en que ha nacido y de los destinos del ser humano. Ahora bien, es manifiestamente imposible toda sociedad entre seres humanos -a no ser entre señores y esclavos- que no asiente el pie en la base de que deben consultarse igualmente los intereses de todos. Y puesto que, en cualquier estado de la civilización, toda persona, excepto el monarca absoluto, tiene sus iguales, todo el mundo está obligado a vivir con alguien en esos términos. Así, en todas las edades, se realiza algún avance hacia un estado en que sea imposible vivir permanentemente con alguien de un modo distinto. De esta manera, las personas se hacen cada vez más incapaces de concebir un estado de total desatención hacia los intereses de los demás. Se encuentran en la necesidad de imaginarse a salvo de las mayores injurias y (aunque sólo sea para su propia protección) de vivir en un estado de constante protesta contra ellas. También están familiarizados con el hecho de cooperar con los demás y proponerse a sí mismos un interés colectivo, no individual, como objetivo (al menos temporal) de sus acciones. En tanto están cooperando, sus fines se identifican con los de los demás; hay un sentimiento, al menos temporal, de que los intereses de los demás son sus propios intereses. El fortalecimiento de los lazos sociales y el crecimiento saludable de la sociedad, no sólo dan a cada individuo un interés personal más fuerte en considerar prácticamente el bienestar de los demás, sino que también le inclinan a identificar cada vez más sus sentimientos con el bien de aquéllos, o, al menos, con una creciente consideración práctica de ese bien. Como si fuera instintivamente, el hombre llega a tener consciencia de sí mismo como un ser que por supuesto concede atención a los otros. El bien de los demás se convierte para él en una cosa a la cual hay que atender natural y necesariamente, lo mismo que a cualquiera de las condiciones físicas de nuestra existencia. Ahora bien, cualquiera que sea la magnitud de este sentimiento en un hombre, se ve instado a demostrarlo por los motivos más fuertes del interés y de la simpatía y a acrecentarlo en los demás con todas sus fuerzas. Incluso, si él mismo no los tiene, se interesa, tanto como cualquier otro, en que los tengan los demás. Consiguientemente, los más pequeños gérmenes del sentimiento echan raíces y se alimentan con el contagio de la simpatía y las influencias de la educación; y un completo entramado de asociaciones corroborativas se teje a su alrededor por la acción poderosa de las sanciones externas. Este modo de concebirnos a nosotros mismos y a la vida se ve cada vez más natural, según avanza la civilización. Se consigue a cada paso que se da en las mejoras políticas, eliminando las fuentes de oposición al interés y nivelando las desigualdades que los privilegios de la ley han establecido entre los individuos o las clases, debido a que hay grandes sectores de la humanidad cuya felicidad todavía se pasa por alto en la práctica. En un estado progresivo de la mente humana, crecen continuamente las influencias que tienden a engendrar en cada individuo un sentimiento de unidad con todo el resto Sentimiento que, si fuera perfecto, haría que nunca pensara o deseara para sí mismo ninguna condición benéfica que no incluyera el beneficio de los otros. Ahora bien, si suponemos que este sentimiento de unidad es enseñado como una religión y, como ocurrió en otro tiempo con ésta, se dirige toda la fuerza de la educación, de las instituciones y de la opinión a hacer que cada persona crezca, desde la infancia, rodeada por todos lados de la profesión y práctica de dicho sentimiento, creo yo que nadie que pueda comprender esta concepción tendrá ningún recelo sobre la suficiencia de la sanción última de la moral de la felicidad. A cualquier estudiante de ética, que encuentre difícil la realización, le recomiendo, como medio de facilitarla, la segunda de las dos obras principales de M. Comte, Traité de Politique Positive. Mantengo las más fuertes objeciones contra el sistema de política y moral propuesto en este tratado; pero creo que ha demostrado sobradamente la posibilidad de dar al servicio de la humanidad, aun sin ayuda de la creencia en la providencia, el poder psicológico y la eficacia social de una religión, haciéndola arraigar en la vida humana, y colorear todos los pensamientos, sentimientos y actos de manera que la mayor influencia ejercida por cualquiera de las religiones no sea sino una muestra y presentimiento de él. Su mayor peligro no es que sea insuficiente, sino que se interfiera, tan indebidamente como la religión, con la libertad y la individualidad humanas.
Tampoco es necesario que el sentimiento que constituye la fuerza obligatoria de la moral utilitarista en aquellos que la reconocen quede a la espera de las influencias sociales que lo extenderían a toda la humanidad. En el estado relativamente primitivo del progreso humano en que vivimos actualmente, una persona no puede sentir de verdad esa integridad de la simpatía hacia los otros que haría imposible toda discordancia real en la dirección general de su conducta a través de la vida. Pero una persona, cuyos sentimientos sociales estén desarrollados de algún modo, ya no puede inclinarse a pensar en sus semejantes como rivales que luchan contra ella por los medios de alcanzar la felicidad, y a quienes desearía ver fracasar en sus propósitos, para así conseguir ella los suyos. Incluso hoy en día, la concepción profundamente arraigada que tiene todo individuo acerca de sí mismo como ser social, tiende a hacerle sentir como una de sus necesidades naturales, la armonía entre sus sentimientos y objetivos y los de su prójimo. Si las diferencias de opinión y cultura espiritual le hacen imposible compartir muchos de los sentimientos actuales del prójimo -quizás le hacen condenar y despreciar esos sentimientos- todavía necesita darse cuenta de que su objetivo real y el del prójimo no están en conflicto, que él no se opone realmente a lo que el otro desea, a saber, su propio bien, sino que, por el contrario, lo favorece. En la mayoría de los individuos, este sentimiento es mucho menos poderoso que el sentimiento egoísta, y frecuentemente necesita de él. Mas, para aquellos que lo poseen, tiene todos los caracteres de un sentimiento natural. No aparece, ante su mente, como una superstición de la educación o una ley impuesta despóticamente por el poder de la sociedad, sino como un atributo de que no querrían carecer. Esta convicción es la sanción última de la moral de la mayor felicidad. Es la que hace que todo espíritu de sentimientos bien desarrollados obre a favor y no en contra de los motivos externos que nos obligan a cuidar de los demás, a causa de lo que hemos llamado sanciones externas. Cuando éstas faltan o actúan en sentido opuesto, esta convicción constituye, por sí sola, una fuerza obligatoria interna, cuyo poder está en relación con la sensibilidad e inteligencia del carácter. En efecto, pocos cuyo espíritu dé cabida a la moral, consentirían en pasar su vida sin conceder atención a los demás, excepto en lo que obligase a sus intereses personales.
CAPÍTULO IV
De qué clase de prueba es susceptible el principio de utilidad
Ya se ha hecho notar que las cuestiones relativas a los últimos fines, no admiten pruebas, en la acepción ordinaria de la palabra. El no ser susceptibles de prueba por medio del razonamiento es común a todos los primeros principios, tanto cuando son primeras premisas del conocimiento, como cuando lo son de la conducta. Mas los primeros, como son cuestiones de hecho, pueden ser objeto de recurso a las facultades que juzgan los hechos: es decir, los sentidos y la conciencia interna. ¿Puede apelarse a las mismas facultades, cuando la cuestión que se plantea es la de los fines prácticos? O ¿con qué otra facultad puede adquirirse un conocimiento de ellos?
Con otras palabras, preguntarse por los fines es preguntarse qué cosas son deseables. La doctrina utilitarista establece que la felicidad es deseable, y que es la única cosa deseable como fin; todas las otras cosas son deseables sólo como medios para ese fin. ¿Qué debería exigirse a esta doctrina -con qué requisitos debería cumplir- para justificar su pretensión de ser creída?
La única prueba posible de que un objeto es visible, es que la gente lo vea efectivamente. La única prueba de que un sonido es audible, es que la gente lo oiga. Y Io mismo ocurre con las otras fuentes de la experiencia. De la misma manera, supongo yo, la única evidencia que puede alegarse para mostrar que una cosa es deseable, es que la gente la desee de hecho. Si el fin que la doctrina utilitarista se propone no fuese reconocido como un fin, teórica y prácticamente, nada podría convencer de ello a una persona. No puede darse ninguna razón de que la felicidad es deseable, a no ser que cada persona desee su propia felicidad en lo que ésta tenga de alcanzable, según ella. Ahora bien, siendo esto un hecho, no sólo tenemos la prueba adecuada de que la felicidad es un bien, sino todo lo que es posible exigirle: que la felicidad de cada persona es un bien para esa persona, y que, por tanto, la felicidad es un bien para el conjunto de todas las personas. La felicidad ha demostrado su pretensión de ser uno de los fines de conducta y, por consiguiente, uno de los criterios de la moral.
Pero con esto todavía no se ha probado que sea el único criterio. Para ello, parece necesario, según la norma anterior, mostrar que la gente no sólo desea la felicidad, sino que nunca desea otra cosa. Ahora bien, es evidente que la gente desea cosas que, según el lenguaje ordinario, son decididamente distintas de la felicidad. Desean, por ejemplo, la virtud, y la ausencia de vicio, no menos realmente que el placer y la ausencia de dolor. El deseo de la virtud no es un hecho tan universal, pero sí tan auténtico como el deseo de la felicidad. De aquí infieren los adversarios del utilitarismo su derecho a juzgar que hay otros fines para la acción humana distintos de la felicidad, y que la felicidad no es el criterio de aprobación o desaprobación.
Pero el utilitarismo, ¿niega que la gente desee la virtud?; o ¿sostiene que la virtud no es una cosa deseable? Todo lo contrario. No sólo sostiene que la virtud ha de ser deseada, sino que ha de ser deseada desinteresadamente, por sí misma. No importa cuál sea la opinión de los moralistas utilitaristas sobre las condiciones originales que hacen que la virtud sea virtud; pueden creer (y así lo hacen) que las acciones y disposiciones son virtuosas sólo porque promueven otro fin que la virtud; sin embargo, habiendo supuesto esto, y habiendo decidido, por consideraciones de esta clase, qué es virtud, no sólo colocan la virtud a la cabeza de las cosas buenas como medios pata llegar al último fin, sino que reconocen también como un hecho psicológico la posibilidad de que sea para el individuo un fin en sí mismo, sin consideración de ningún fin ulterior. Sostienen también que el estado del espíritu no es recto, ni puede subordinarse a la utilidad, ni conduce a la felicidad general, a no ser que se ame a la virtud de esta manera -como una cosa deseable en sí misma-, aun cuando en el caso individual no produzca las demás consecuencias deseables que tiende a producir, y por las cuales se conoce que es virtud. Esta opinión no se separa lo más mínimo del principio de la felicidad. Los ingredientes de la felicidad son varios; cada uno de ellos es deseable por sí mismo, y no solamente cuando se le considera unido al todo. El principio de utilidad no pretende que un placer dado -como, por ejemplo, la música-, o que la exención de un dolor dado -como, por ejemplo, la salud-, hayan de considerarse como medios para algo colectivo que se llama felicidad, y hayan de ser deseados sólo por eso. Son deseados y deseables por sí mismos; además de ser medios, forman parte del fin. La virtud, según la doctrina utilitaria, no es natural y originariamente una parte del fin: pero puede llegar a serIo. Así ocurre con aquellos que la aman desinteresadamente. La desean y la quieren, no como un medio para la felicidad, sino como una parte de la felicidad.
Para aclarar esto último, podemos recordar que la virtud no es la única cosa que, siendo originalmente un medio, sería y seguiría siendo indiferente, si no se asociara como medio a otra cosa, pero que, asociada como medio a ella, llega a ser deseada por sí misma y, además, con la más extremada intensidad. ¿Qué diremos, por ejemplo, del amoral dinero? Originariamente, no hay en el dinero más que un montón de guijas brillantes. No tiene otro valor que el de las cosas que se compran con él; no se le desea por sí mismo, sino por las otras cosas que permite adquirir. Sin embargo, el amor al dinero es no sólo una de las más poderosas fuerzas motrices de la vida humana, sino que en muchos casos se desea por sí mismo; el deseo de poseerlo es a menudo tan fuerte como el deseo de usarlo, y sigue en aumento a medida que mueren todos los deseos que apuntan a fines situados más allá del dinero, pero son conseguidos con él. Puede, entonces, decirse con razón que el dinero no se desea para conseguir un fin, sino como parte del fin. De ser un fin para la felicidad, se ha convertido en el principal ingrediente de alguna concepción individual de la felicidad. Lo mismo puede decirse de la mayoría de los grandes objetivos de la vida humana -el poder, por ejemplo, o la fama-; sólo que cada uno de éstos lleva anexa cierta cantidad de placer inmediato, que al menos tiene la apariencia de serle naturalmente inherente; cosa que no puede decirse del dinero. Más aún, el más fuerte atractivo natural del poder y de la fama consiste en la inmensa ayuda que prestan al logro de nuestros demás deseos. La fuerte asociación así engendrada, entre todos nuestros objetos de deseo y los del poder y la fama, es lo que da a éstos esa intensidad que a menudo revisten y que en algunos temperamentos sobrepasa a la de todos los otros deseos. En estos casos, los medios se han convertido en una parte del fin y en una parte más importante que la constituída por cualquiera de las otras cosas para las cuales son medios. Lo que una vez se deseó como instrumento para el logro de la felicidad, ha llegado a desearse por sí mismo. Pero, al ser deseado por sí mismo, se desea como parte de la felicidad. La persona es, o cree que sería feliz por su mera posesión; y es desgraciada si no lo consigue. Este deseo no es más distinto del deseo de la felicidad que el amor a la música o el deseo de la salud. Todos ellos están incluidos en la felicidad. Son algunos de los elementos que integran el deseo de la felicidad. La felicidad no es una idea abstracta, sino un todo concreto; y ésas son algunas de sus partes. Y el criterio utilitario lo sanciona y aprueba. La vida sería poca cosa, estaría mál provista de fuentes de felicidad, si la naturaleza no proporcionara estas cosas que, siendo originalmente indiferentes, conducen o se asocian a la satisfacción de nuestros deseos primitivos, llegando a ser en sí mismas fuentes de placer más valiosas que los placeres primitivos; y esto tanto por su intensidad como por la permanencia que pueden alcanzar en el transcurso de la existencia humana.
La virtud, según la concepción utilitaria, es un bien de esta clase. Nunca hubo un motivo o deseo original de ella, a no ser su propiedad de conducir al placer y, especialmente, a la prevención del dolor. Pero, a causa de la asociación así formada, se la puede considerar como un bien en sí mismo, deseándola como tal con mayor intensidad que cualquier otro bien; y con esta diferencia respecto del amor al poder, al dinero o a la fama: que todos éstos pueden hacer, y a menudo hacen, que el individuo perjudique a los otros miembros de la sociedad a que pertenece, mientras que no hay nada en el individuo tan beneficioso para sus semejantes como el cultivo del amor desinteresado a la virtud. En consecuencia, la doctrina utilitaria tolera y aprueba esos otros deseos adquiridos hasta el momento en que, en vez de promover la felicidad general, resultan contrarios a ella. Pero, al mismo tiempo, ordena y exige el mayor cultivo posible del amor a la virtud, por cuanto está por encima de todas las cosas que son importantes para la felicidad general.
Resulta, de las consideraciones precedentes que, en realidad, no se desea nada más que la felicidad. Todo lo que no se desea como medio para un fin distinto, se desea como parte de la felicidad, y no se desea por sí mismo hasta que haya llegado a serIo. Los que desean la virtud por sí misma, o la desean porque tienen conciencia de que es un placer, o porque tienen conciencia de que está exenta de dolor o por ambos motivos reunidos. Como en realidad el placer y el dolor rara vez existen separados, sino juntos casi siempre, la misma persona siente placer por haber alcanzado cierto grado de virtud, y siente dolor por no haberlo alcanzado en mayor grado. Si uno de esos sentimientos no le causara ningún placer, y el otro ningún dolor, no amaría ni desearía la virtud, o la amaría solamente por los otros beneficios que pudiera proporcionarle a ella misma o a las personas a quIenes estlmara.
Así, pues, podemos responder ahora a la cuestión de la clase de prueba de que es susceptible el principio de utilidad. Si la opinión que he establecido es verdadera -si la naturaleza humana está constituída de forma que no desea nada que no sea una parte de la felicidad, o un medio para llegar a ella-, no tenemos ni necesitamos más prueba que el hecho de que estas cosas son deseables. Si es así, la felicidad es el único fin de los actos humanos y su promoción es la única prueba por la cual se juzga la conducta humana; de donde se sigue necesariamente que éste debe ser el criterio de la moral, puesto que la parte está incluida en el todo.
Y ahora, al tener que decidir si es así realmente -si la humanidad no desea nada por sí misma, excepto lo que constituye un placer o lo que consiste en la ausencia de dolor-, hemos llegado, evidentemente, a una cuestión de hecho y de experiencia que, como todas las cuestiones semejantes, depende de la evidencia. Esto sólo se puede determinar por la propia conciencia y observación, asistida por la observación de los otros. Creo que estas fuentes de evidencia, consultadas imparcialmente, declararán que el desear una cosa y encontrarla agradable, o el sentir aversión hacia ella como dolorosa, son fenómenos enteramente inseparables, o más bien dos partes del mismo fenómeno; hablando estrictamente, son dos modos diferentes de nombrar un mismo hecho psicológico: que pensar en un objeto como deseable (a no ser que se desee por sus consecuencias), y pensar en él como agradable, son una y la misma cosa; y que desear algo sin que el deseo sea proporcionado a la idea de que es agradable, constituye una imposibilidad física y metafísica.
Tan obvio me parece esto, que espero que apenas sea discutido. No se me objetará que el deseo puede dirigirse últimamente hacia algo distinto del placer y de la exención del dolor, sino que la voluntad es cosa distinta del deseo; que una persona de virtud confirmada, o cualquier otra persona cuyos propósitos sean firmes, lleva adelante sus propósitos sin pensar en el placer que experimenta contemplándolos, o que espera obtener de su cumplimiento; y persistirá en obrar así, aun cuando estos placeres disminuyan mucho por transformaciones de su carácter, por decaimiento de sus afecciones pasivas o por el aumento de dolor que la prosecución de esos propósitos pueda ocasionarle. Admito todo esto, y lo he declarado en otro lugar, tan positiva y enérgicamente como cualquiera. La voluntad, fenómeno activo, es diferente del deseo, estado de sensibilidad pasiva; y, aunque originariamente sea un vástago, con el tiempo puede separarse del tronco y arraigar separadamente; tanto que, en el caso de una intención habitual, en vez de querer una cosa porque la deseamos, a menudo la deseamos sólo porque la queremos. Sin embargo, esto constituye un ejemplo más de ese hecho tan general que es el poder del hábito y que no se limita, en modo alguno, al caso de las acciones virtuosas. Muchas cosas indiferentes, que al principio se hicieron por un motivo determinado, continúan haciéndose por hábito. Algunas veces esto se hace inconscientemente; la conciencia llega después de la acción. Otras veces se hace con volición consciente, pero con uno volición que ha llegado a ser habituai y se pone en acción por la fuerza del hábito, pudiendo oponerse a la preferencia deliberada, como a menudo ocurre con aquellos que han contraído hábitos de indulgencia viciosa o perjudicial. En tercero y último lugar, viene el caso en que el acto habitual de la voluntad, en un momento determinado, no está en contradicción con la intención general que ha prevalecido otras veces, sino que la cumple: es el caso de la persona de virtud confirmada y de todos los que persiguen deliberada y constantemente un fin determinado. La distinción entre voluntad y deseo, así entendida, es un hecho psicológico de gran importancia. Pero el hecho consiste solamente en esto: que la voluntad, como todas las otras facultades con que estamos constituídos, puede convertirse en hábito, y que nosotros podemos querer por hábito lo que no deseamos por sí mismo, o lo que deseamos sólo porque lo queremos. No es menos verdadero que, al comienzo, la voluntad es producida enteramente por el deseo; incluyendo en esa palabra la influencia repelente del dolor tanto como la atracción del placer. Dejemos a un lado la persona que tiene la firme voluntad de obrar bien, y consideremos a aquel cuya voluntad virtuosa todavía es débil, dominable por la tentación y no merecedora de una confianza total: ¿por qué medios se la puede fortalecer? ¿Cómo puede ser virtuosa una voluntad allí donde no existe con fuerza suficiente para ser implantada o despertada? Sólo haciendo que la persona desee la virtud; haciéndole pensar en ella como cosa agradable o exenta de dolor. Asociando el obrar bien con el placer o el obrar mal con el dolor, o atrayendo, impresionando o llevando a la persona a la experiencia de que el placer va naturalmente unido a la una o el dolor es inherente a la otra, y de que es posible hacer nacer la voluntad de ser virtuosos, voluntad que al robustecerse obra sin ninguna consideración del placer o del dolor. La voluntad es hija del deseo y sólo deja el dominio de su padre para pasar al del hábito. El que una cosa sea resultado del hábito, no presupone que sea intrínsecamente buena; y no habría ninguna razón para desear que el objeto de la virtud se independizara del placer y del dolor, si la influencia de las asociaciones agradables y dolorosas que excitan a la virtud fuese insuficiente para dar una constancia infalible a la acción, hasta que hubiera adquirido el apoyo del hábito. El hábito es la única cosa que da certidumbre a la conducta y a los sentimientos. Para los demás tiene gran importancia el poder confiar absolutamente en los sentimientos y en la conducta de uno, y para uno la tiene el poder confiar en si mismo. Por esto, únicamente debiera cultivarse esta independencia habitual de la voluntad de obrar bien. Con otras palabras, ese estado de la voluntad es un medio para un bien, pero no es intrínsecamente un bien. Y ello no contradice la doctrina de que para los hombres nada es bueno, excepto en cuanto sea en sí mismo agradable, o constituya un medio de alcanzar el placer o evitar el dolor.
Pero si esta doctrina es verdadera, el principio de utilidad está probado. Si es así, o no, debemos dejarlo ahora a la consideración del lector reflexivo.
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